La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de publicar un extenso documento titulado Marco Nacional de Alerta y Respuesta ante Emergencias Sanitarias. En sus más de sesenta páginas, el organismo traza un plan meticuloso para lo que llama “la próxima gran emergencia sanitaria”. La lectura del texto deja la impresión de que nada ha quedado al azar: protocolos nacionales e internacionales, mecanismos de coordinación, centros de operaciones, fondos de contingencia, cadenas logísticas seguras, redes de expertos y hasta un nuevo cuerpo mundial de respuesta rápida. Todo está pensado para que la humanidad no vuelva a tropezar con la misma piedra.
El nuevo marco parte de las lecciones de la COVID-19, y en teoría corrige los fallos que aquella crisis dejó al descubierto: la falta de coordinación entre países, la desinformación galopante, el acaparamiento de vacunas y la fragilidad de los sistemas sanitarios. La OMS propone que cada Estado disponga de una agencia nacional de salud pública fuerte y autónoma, - nosotros ya la tenemos - conectada con un sistema mundial de alerta y con capacidad para movilizar equipos médicos, laboratorios y suministros en cuestión de horas. También insiste en la llamada “vigilancia colaborativa”, que integra la información humana, animal y ambiental para detectar riesgos antes de que se conviertan en catástrofes.
Hasta ahí, el plan parece impecable. Sin embargo, la experiencia reciente dice lo contrario, porque durante la pandemia de COVID-19 también se habló de preparación, coordinación y solidaridad, y el resultado fue un desorden global difícil de olvidar. Las cadenas de suministro se rompieron como cuerdas podridas; los guantes, las mascarillas y los respiradores se convirtieron en tesoros de contrabando; los precios de los productos sanitarios se multiplicaron por diez o por cien; y no faltaron los que aprovecharon la confusión para enriquecerse o medrar políticamente. Las compras irregulares, los contratos opacos y los intermediarios improvisados proliferaron a la misma velocidad que el virus y en los juzgados se acumulan todavía procesos con implicaciones económicas e incluso políticas.
La OMS puede diseñar una arquitectura perfecta sobre el papel, pero los engranajes de la realidad suelen chirriar. En un mundo globalizado, basta con que un país cierre su frontera o un fabricante retenga su producción para que todo el sistema se resienta. En 2020 se habló mucho de “solidaridad”, pero fue la época del sálvese quien pueda.
A ese caos se sumó otra pandemia, menos visible pero igual de destructiva: la de los bulos. En apenas unas semanas aparecieron falsos remedios milagrosos, - como la hidroxicloroquina o la ivermectina - o incluso aún peores como el MMS - clorito sódico – recomendado por Trump, desde la oposición. También peróxido de hidrógeno o la plata coloidal, hasta que se vio que solo los corticoides de toda la vida, como dexametasona, salvaban vidas en las UCI y las vacunas eran capaces de prevenir nuevos contagios.
Y también teorías conspirativas sobre el origen del virus, campañas antivacunas y “expertos” autoproclamados que confundieron a millones de personas. Las redes sociales se convirtieron en un laboratorio de mentiras donde cada rumor encontraba su público. Algunos lo hicieron por ingenuidad, otros por dinero, y unos cuantos por pura vanidad. En aquella confusión, el conocimiento serio perdió autoridad, y la ciencia —esa que se construye con tiempo y esfuerzo— tuvo que competir con los gurús de la inmediatez.
El nuevo plan de la OMS reconoce este problema y habla de “gestión de la infodemia”, - epidemia de informaciones falsas - y de comunicación responsable. Pero la cuestión no se resuelve con manuales. Hace falta una vigilancia constante y también una cierta severidad y represión de la falsedad. Porque en tiempos de crisis, los embaucadores, los corruptos y los oportunistas florecen como hongos. Algunos venden medicamentos imposibles; otros manipulan datos, y no faltan quienes —desde la política o desde la ciencia — convierten el dolor ajeno en escenario para su propio protagonismo o negocio.
Por eso, tan importante como disponer de planes globales es asegurar que existan mecanismos de control y rendición de cuentas. La preparación para una pandemia no consiste solo en tener reservas estratégicas o protocolos de laboratorio: implica también proteger la integridad moral del sistema. Sin transparencia, sin vigilancia y sin sanción, cualquier estructura se pudre desde dentro.
Es saludable que la OMS piense a largo plazo y proponga un modelo de respuesta global. En un planeta interconectado, ninguna nación puede sentirse a salvo en soledad. Pero la historia enseña que las pandemias no solo ponen a prueba la capacidad médica o logística, sino la ética colectiva. De poco servirán las redes de alerta, los comités científicos o los fondos internacionales si, llegado el momento, volvemos a ceder ante el egoísmo, la corrupción o la vanidad.
La próxima gran emergencia sanitaria, si llega, encontrará un mundo mejor preparado en lo técnico, pero quizá no tanto en lo moral. Ojalá el nuevo marco de la OMS no se limite a coordinar vacunas y diagnósticos, sino que inspire también una cultura de responsabilidad y decencia. Porque las pandemias, al fin y al cabo, no las agrava el virus: las agrava la conducta humana.