Dicha por un observador impertinente del Reino
España, que se debate entre siestas y algoritmos, ha conocido numerosas revoluciones. La de los comuneros, de los pronunciamientos, de sucesión y, hasta bien diría, la de los botijos de doble asa. Pero sospecho que, en realidad, nunca ha habido una tan silenciosa y devastadora como la que trajo el teléfono inteligente, un artefacto que sirve para todo, excepto para lo que fue concebido.
Década de los años noventa del siglo pasado, todavía se podía fumar en los hospitales, decir sin ofender y hasta los niños jugaban con canicas. Pero un día llegó mamá Estado y decidió que la informática debía entrar en las aulas. Comencé esa aventura en un laboratorio lleno de probetas e incluso esqueletos, de los de verdad, y allí sin más herramienta que una libreta de muelle y una profesora con un generoso “cardado”, nos miró por encima de sus gafas y comenzó un dictado de códigos que ni el mismísimo Pitágoras entendería. Clase de informática, —¿Qué ha dicho?, nos preguntamos todos. Diez print, veinte let, treinta input, cuarenta if… Nosotros escuchábamos y escribíamos como si estuviésemos invocando al mismísimo diablo.
Jamás habíamos visto un ordenador. Ni uno. Pero todos salimos conociendo que “End” significaba que aquella tortura había finalizado. Bien parecía que querían enseñarnos a pilotar un avión pero leyendo la carta del menú.
Pasados los años, los dictados y jeroglíficos, aquello sembró la semilla de lo que hoy nos consume, es ese teléfono que no suena, el móvil que no se mueve, el aparato que hace de todo excepto permitir una conversación entre personas. El teléfono móvil es como la navaja suiza del siglo XXI, es nuestra agenda diaria, el calendario escolar, un álbum de fotos, la cámara de vídeo, una consola, es el avisador de quienes quieren ser madres, un medio propagandístico, el pronosticador del tiempo, es la política y la economía, es el cine, series y películas, antiguas y modernas, todo el mundo metido en un pequeño aparato, ¡hasta los Reyes Magos tienen móvil! El móvil es el correo sin buzón y sin cartero, el que sirve para pagar, cobrar, amar, gobernar e incluso para que los políticos se entretengan con sus estupideces, es también el documento de identidad, el pasaporte y el permiso de conducción, además de la llave del coche o nuestra declaración de la renta. El teléfono abre la puerta de casa y sube las persianas, puedes ver si el perro ladra o poner en marcha la lavadora, es el trabajo, el colegio de los niños, sus deberes, es la ventana que todo lo ve y todo lo espía. Y, para más inri, también sirve para soñar o que te diga un “buenos días”, que hasta puedes pedirlo normal o que lo haga con voz de robot seductor. Se comporta como un oráculo, es la nueva suegra, el nuevo padre confesor o el médico, pero también es ese que, al llegar el ocaso, nos da las “buenas noches”.
El teléfono es Siri y Alexa, es Google maps y Trivago, es el peaje y el parking, ¡sirve para todo! Pero es que en el móvil también hay grupos y aquí, los de WhatsApp, son el más temible de los engendros, porque lo que prometía unión ha traído confusión. Hay para todo: para el gimnasio, para el colegio, para el trabajo, el grupo de los amigos, el de los otros amigos, el de los enemigos, un grupo con un conocido, otro con dos, el de los vecinos, las cenas, los cumpleaños y las despedidas, el de tu familia, también el de su familia, el de los coches, de las motos, las películas, los viajes y, no por menos, hasta lo sensacionalista. Hay grupos de prensa, para el horóscopo y para los que lo consultan por si acaso. Y cuando uno cree que ya ha tocado fondo, aparece esa amiga —esa que todos tenemos y a quien queremos— y crea otras diecisiete versiones del mismo grupo, ¡diecisiete! Es como si cada conversación necesitase una réplica, un eco o un universo paralelo.
Y si existe un dios en WhatsApp, nuestra amiga es el todo. Los maneja con absoluta destreza y solamente ella sabe quién está en cada grupo, qué se dijo, que se calló y, si algo falla, pues se crea otro. En ocasiones quiero imaginar que su teléfono es la catedral de los chats, una compleja biblioteca de Babel en donde cada grupo es otro capítulo repetido pero con distinto título. Mientras, yo, pobre mortal, ando perdido con tanto nombre y hasta puedo escribir en el grupo del colegio lo que tendría que ir en el de los disparates. Pero ella no, es como Sibila, una profetisa legendaria, una reina del Excel emocional, ella es Diana, la versión romana de Artemisa, un símbolo de autonomía y de libertad, a más de guardiana de los caminos y defensora de los débiles.
En esas estamos todos, en el maravilloso siglo XXI en que un exceso de comunicación desemboca en una gran escasez. Las conversaciones han degenerado en un pulgar arriba o con el silencio de un “autorizo”, el saludo ha mudado en un sticker y la misma conversación por el “visto”. Hoy vivimos sin vivir, estamos en nuestros WhatsApp que bien parecen el nuevo café de tertulia, pero sin café, sin tertulia, sin gestos y con mucho spam.
Hoy internet nos ordena, nos predice y nos vigila, nos entretiene con sus logaritmos y lo hace todo el tiempo sin pedirnos permiso. El teléfono móvil nos hipnotiza y hasta nos mata. Tráfico te quita seis puntos y la pasta, pero al final todo esto me trae a la memoria una cita que, sin recordar de quien era, decía: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.
Tal vez haya llegado la hora de que miremos al progreso y pensemos que ese, en realidad, consiste en apagar el móvil… y volver a mirarnos a los ojos.