Tejidos

Otras tradiciones

La tradición no es un peso muerto ni un simple recuento de datos importantes, que antecedieron a uno en su labor creativa, sino un río continuo, cuyo caudal va aumentando en la medida en que cada escritor va realizando y transformando su campo de acción. Desde su memorable ensayo “Tradición y talento individual”, que T.S.Eliot publicó en dos etapas en la revista Egoist durante el año 1919, la tradición no ha dejado de ser un diálogo viviente entre el escritor y el pasado histórico al que pertenece, caracterizándose por su continuidad en el presente y por su simultaneidad (“toda la literatura de Europa, después de Homero -y con ella la literatura de su propio país- posee una existencia simultánea y compone un orden simultáneo”, afirma el crítico inglés). 

En efecto, para Eliot, no hay verdadero artista si no se inserta en el orden ideal de la tradición, cuya forma dinámica no la reduce a simple préstamo, sino que la transforma y vivifica para crear con ella un universo nuevo y distinto. Dentro de esta relación dialéctica entre el escritor y la tradición, que es un acto de solidaridad, pues cada escritor inflexiona a la tradición a la vez que es inflexionado por ella, su patrimonio común se introduce en el proceso de las afinidades, del que participan las distintas artes, pues todas ellas pertenecen a un mismo fondo impersonal. En este proceso indisoluble de volver a crear sobre lo ya creado, que ilumina lo real y lo dispone para nuevas transformaciones, la tradición ofrece dos rasgos esenciales: la retención de una memoria que combina la variación con la repetición y la necesidad de eliminación, que va suprimiendo todo aquello que es superfluo para quedarse con lo esencial. 

En el caso de los distintos pueblos que habitan el espacio de la península ibérica, portadores de todo aquello que los constituye como cultura viva, es necesario incorporar sus creencias fundamentales, próximas o lejanas, que lejos de excluir el rumor anónimo de la tradición, lo acrecientan con cada nueva creación. Lo significativo de la tradición es su universalidad, pues pertenece al mundo y tiene lugar en la conciencia de todos. Al insertarse dentro de la continuidad histórica, su evolución participa de los distintos cambios, cuya fluidez va contra toda imposición y se abre a la libre y completa autodeterminación. Su verdadero fundamento deja de reposar sobre la autoridad de lo transmitido y se reconoce en la novedad de la metamorfosis. Sentirse interpelado por la tradición supone penetrar más profundamente en ella, permitir que su voz anónima nos envuelva como un aura y nos haga retornar al origen.

La modernidad europea, con su mirada al otro como ser diferente de nuestra propia individualidad, ha ofrecido una realidad híbrida y permeable, marcada por la combinación de nociones como lugar, tradición y lengua, en la que la lengua vasca, fragmentada en distintos dialectos literarios, el labortano, el vizcaíno, el guipuzcoano o el soletino, ha quedado reducida a la diferencia entre literatura oral y literatura escrita, contribuyendo tal proceso a la falta de unificación y supervivencia. Desde el primer libro impreso en 1545, Linguae Vasconum Primitiae, hasta el creciente proceso de globalización a finales del siglo XX, pasando por el plan para la unificación de la lengua vasca, elaborado por el profesor Michelena y aprobado por la Academia de la Lengua Vasca en 1968, la tradición ha dejado de ser un icono sagrado para convertirse cada vez más en práctica social, abandonando el refugio local y abriéndose a nuevos horizontes. De hecho, el horizonte, ligado al límite o frontera, tiene la potencia para poder crear, la posibilidad de adentrarse en lo desconocido como forma de descubrir algo nuevo (“Todo lo que uno no descubra por sí mismo, no le vale para nada, sino para hacer la obra que ya estaba hecha, la que habían hecho los que descubrieron aquello. Es algo que hay que hacer desde nosotros, desde el presente, que no tiene dimensión, pero que tiene lugar, y ese es uno de los grandes misterios. Desde ese punto, toda la visión tiene que ser hacia adelante, no puede ser hacia atrás: hay que hacer lo que no se sabe hacer”, señala el escultor vasco Eduardo Chillida en Elogio del horizonte. Conversaciones con Eduardo Chillida, pp.176-177). ¿No quiso él dejar en Elogio del horizonte, tal vez su mejor escultura, una representación de la cultura vasca, siempre ligada al mar y a la aventura? Sin perder el contacto con lo local, con el mundo mítico de los lugares, representado por el caserío, la obra de Chillida es la de un explorador, que dialoga entre lo lleno y lo vacío para crear la materia por dentro, para buscar el más allá detrás del horizonte inalcanzable.

Si la tradición vasca radica en la necesidad de navegar, pues el horizonte es la patria de todos los hombres, la catalana, más amplia y variada, se fundamenta en una voluntad tenaz de superación, tanto en el orden social como lingüístico, que no ha parado de crecer frente a toda imposición, lo cual ha llevado a la lengua catalana a situarse entre las cien lenguas más habladas del mundo. Desde los inicios de la Marca Hispánica, que fue fundada por Carlomagno en el año 795 para contener los avances de la invasión musulmana, a raíz de la cual surgen los condados de Urgel y Barcelona, hasta la Ley de Normalización Lingüística, de 6 de abril de 1983, pasando por hitos tan significativos como la obra de Ramon Llull, al que Harold Bloom ve como centro de la cultura catalana en la Edad Media, la recuperación lingüística durante la Renaixença y la institucionalización del catalán en la primera mitad del siglo XX, con los trabajos de Pompeu Fabra, Prat de la Riba y Antoni Alcover, los territorios de habla catalana trataron de recuperarse de la decadencia literaria, sufrida a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, hasta conseguir que el catalán fuera declarado lengua oficial y que su cultura, soñadora y deslumbrante, se adaptase a la modernidad europea desde un mundo abierto a su propia noche (“El carácter catalán no es como el de Málaga o el de otras partes de España. Es mucho más realista. Nosotros los catalanes creemos que los pies se tienen que plantar firmemente sobre la tierra si se quiere ser capaz de dar un salto en el aire. El hecho de que yo pueda descender a la tierra de cuando en cuando hace que salte más alto”, confiesa Joan Miró en una entrevista de 1948, recogida en sus Escritos y conversaciones, p.297). ¿No sería el afirmarse en las raíces una forma de fecundar la imaginación? Su tendencia a la simplicidad le ha llevado a hacer su pintura más desnuda y a considerarla como un estallido (“Para mí, un cuadro tiene que ser como centellas. Tiene que deslumbrar como la belleza de una mujer o de un poema. Tiene que tener una irradiación, como las piedras que los pastores de los Pirineos utilizan para encender su pipa”, manifiesta en otra entrevista de 1959). Porque si la creación artística transmite una visión del mundo, el verdadero creador, que es siempre algo distinto y al margen, tiene que anticiparse a los demás, dejar que su obra, libre de convenciones y falsos ideales, requiera una atención lenta y calmada, que es la mejor forma de asegurar su permanencia.

Las distintas lenguas peninsulares forman parte de una evolución cultural, cuyo dinamismo responde a las exigencias expresivas de cada momento histórico y de cada región. Partiendo del hecho general de que el francés representa el mayor grado de distanciamiento respecto al latín y el italiano el de mayor cercanía, ocupando el español una posición intermedia, algo semejante podría señalarse en lo que se refiere a la lengua gallega: Desde la lírica culta recopilada en los Cancioneiros, tres profanos, Cancioneiro de Ajuda, Cancioneiro da Vaticana y Cancioneiro da Biblioteca Nacional, que incluye un valioso Arte de Trovar, y uno religioso, Cantigas de Santa María, de Alfonso X “El Sabio”, hasta la Ley de Normalización Lingüística de Galicia, aprobada en 1983, pasando por momentos históricos claves, como la separación del gallego y el portugués a partir del año 1290, la larga época de decadencia a lo largo de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII, el profundo cambio del Rexurdimento, similar al de la Renaixença en Cataluña, protagonizado por Rosalía, Pondal y Curros Enríquez, y la recuperación cultural de Galicia a lo largo del siglo XX, con hechos tan singulares como la Irmandade de Amigos da Fala, fundada por Antón Villar Ponte en 1916, la aparición de la revista Nós en 1920, en la que se integran Otero Pedrayo, Risco y Castelao, el Seminario de Estudios Gallegos en 1923 y la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia en 1981, todos ellos han contribuido a restaurar el desconocimiento de una Galicia extrema, percibida como nación de campesinos y emigrantes. Si lo que caracteriza a la cultura vasca es la exploración de nuevos horizontes y a la catalana el apego a las raíces, lo propio de la cultura gallega es la fusión de sátira y lirismo, visible también en la literatura portuguesa más antigua, que se refleja en la conjunción de lo temporal y lo eterno, rasgo peculiar de toda tradición (“Por fortuna Galicia cuenta con algo más que una historia amputada; cuenta con una tradición de valor imponderable, y eso es lo que importa para ganar el futuro”, escribe Castelao en su pieza oratoria “Alba de gloria”). ¿No sería el deseo de lo lejano nunca satisfecho, que se nutre de la relación con el arquetipo de la Madre, uno de los emblemas más representativos de la cultura gallega? En el fondo, la huella de lo maternal, cuya fecundidad se resiste a ser enmascarada, busca el tono escéptico de la suspensión meditativa, tan propio del pensar gallego, y funciona como constante antropológica del hombre desprotegido, que desde su ausencia radical va en busca de su identificación con la Tierra Madre, potencia germinal que nunca le abandona.

Sólo se puede sentir nostalgia de algo que se ha perdido. El escritor siente que pertenece a una tradición tanto como ella le pertenece a él. Lo que fue una vez vuelve a ser de forma incesante, de modo que lo que hace cualquier escritor, que se debate entre el sometimiento a lo recibido y la libertad de lo nuevo (“La tradición para el escritor es a la vez una sujeción y una libertad, un orden dentro del cual y con respecto al cual la libertad creadora toma sentido. La originalidad de una obra literaria, el supremo acto de libertad que la ha engendrado, no puede entenderse más que en función de la tradición dentro de la cual se produce”, señala José Ángel Valente en su ensayo “La formación del escritor como profesional”, recogido en sus Obras completas, II, p.1043), es afirmar la mitología de lo tradicional como presencia humana en las cosas, contradiciendo a sus precursores y completando lo que había quedado abierto. Esta modificación o perversión de la tradición, que participa a la vez de la complicidad y la resistencia, es lo que convierte a la tradición en algo profundo y enigmático, cuyo impulso secreto no hace más que aflorar en sucesivas realizaciones, de modo que, en el caso de las distintas lenguas peninsulares, consideradas durante bastante tiempo como discursos menores y marginales del castellano, no hacen más que revelar, con su mezcla de cambios, un discurso compuesto de discursos, pródigo en cruces y versiones, agregando matices nuevos y enriqueciendo el acervo común. Por eso, a la hora de valorar estas “otras tradiciones” como incorporaciones necesarias, y no excluyentes, habría que tener en cuenta la afirmación del maestro Luis de León: todas las lenguas son para todo y no hay ninguna superior a otra.