Plano Secuencia

Animales

Con siete años me compraron un pequeño pájaro. Muy asustadizo. Muy raquítico. Muy torpe. Y muy verde. Un feriante de pueblo vendía polluelos pintados con colores imposibles: fucsia chillón estratosférico y verde marciano tropical. Y a mí me regalaron uno. Verde. Muy verde, sí. En otras palabras, una vergüenza para los antepasados dinosaurios. Y un deseo volando de que un velociraptor moderno hiciese justicia evolutiva contra el cachondo comerciante; pero allí, ante una caja de cartón repleta de prehistóricos recuerdos, ningún humano decía ni pío. … Y acepté el vivo detalle. Y cada día alimentaba a mi clorofílico amigo con el mayor de mis cariños y lo mejor de mis granos de cebada. Hasta que un día de verano del año siguiente, ya crecidito el animal, y aún con algún colorín de infancia, mi tía Sacramento se encargó de hacer un delicioso arroz. Y a juicio de todos, y como era habitual, bien que lo logró, pero no para mí, pues cuando supe quién era el protagonista de aquel avícola drama gastronómico… y lorquiano, me negué a comer. Ni verde, que te quiero, verde, ni nada. Y menos con mi pena troceada en alitas, muslitos y pechuga. Desde entonces, hay un naturalista sentimental dentro de mí, que ni siquiera concibe la idea de ofrecer animales, por mucho cariño que se ponga en el propósito. Y esto, hasta conociendo singulares presentes en el marco diplomático. Por ejemplo, con Gustavo Adolfo Ordoño («Animales exóticos usados como regalo entre los poderosos; el origen políticamente incorrecto del Zoo») (s. f.) encontramos el elefante que el francés Luis IX (1214-1270) dio a Enrique III de Inglaterra (1207-1272), y del cual tenemos imagen en la Chronica majora, de Matthew Paris (c. 1200-1259). O el rinoceronte que el indio Muzaffar II (¿?- 1526) hace llegar a Alfonso de Alburquerque (1453-1515), gobernador de la India portuguesa, para Manuel I (1469-1521). Más tarde, en 1515, y según Ana Sanjurjo de la Fuente («Los viajes del rinoceronte de Durero») (2013), el monarca luso lo destina al papa León X (1475-1521). ¡Lástima que muriese al naufragar el barco que lo transportaba a Roma! No obstante, seguirá vivo para nosotros a través de dos ilustraciones: una, de Albert Durero (1471-1528), y otra, de Hans Burgkmair (1473-1531). ¿Y el elefante indio Hanno, que fue dado en 1514 por el aludido Manuel I al mismo León X, e inmortalizado por Rafael (1483-1520) en 1516, según recuerda Abel G. M. («Desde gatos hasta elefantes y rinocerontes: la sorprendente historia de los animales del Vaticano») (2025)? Salvador Pérez («La historia del elefante Solimán») (2020), por su lado, señala el rocambolesco itinerario de un elefante desde Kotte (Sri Lanka) hasta la Lisboa de Juan III (1502-1557), de parte de Bhuvanekabahu VII (1468-1551), y que fue a Viena en 1552 con Maximiliano II (1527-1576). Aventura novelada por José Saramago (1922-2010) en El viaje del elefante (2008), un relato para el que podemos hallar sugerente imagen en un grabado de la edición veneciana de 1558 de la Materia médica de Pedaneo Dioscórides Anarzabeo (c. 40-c. 90). ¿Y olvidar con Heather J. Sharkey («La Belle Africaine. The Sudanese Giraffe who sent to France») (2015) a la jirafa del egipcio Muhammad Ali (1769-1849) para el francés Carlos X (1757-1836), y cuya expectación en 1826 es posible suponer con pinturas de Nicolas Huet el Joven (1770-1830) y de Jacques Raymond Brascassat (1804-1867)? La bibliografía es variada, y ante ella tampoco dejamos aparte a la prehispánica América, si atendemos a un equipo de zooarqueólogos bajo la dirección de Nawa Sugiyama («Earliest evidence of primate captivity and translocation supports gifts diplomacy between Teotihuacan and the Maya») (2022), y ni eludir la estela de los colombinos animales para los Reyes Católicos, bien manifiesta en cámaras de maravillas y jardines nobiliarios y reales en la Europa de los siglos XVI y XVII, si leemos el artículo de Vanessa Quintanar Cabello («Domesticar lo salvaje: fuentes y representaciones de la animalia del Nuevo Mundo en las artes europeas de la Edad Moderna. El caso de los loros y los armadillos») (2024).

En fin, disculpen: la imaginación se me fue por los aires. (Y es que estoy hecho de nubes, como dice mi paisano Pablo). Y lo reconozco: no hace falta tanta pluma para hacer saber que uno está en contra de regalar animales, y menos a quien más se quiere. En este último caso, y al igual que un guerrero sacado de un libro de caballerías, prefiero una rosa. Solo una. Lo lamento por Interflora.