La Receta

Las brujas que sanaban

Quienes somos de pueblo y tenemos muchos años, hemos conocido brujas que recomponían los huesos, quitaban verrugas y tenían remedios para muchas dolencias difíciles de curar con los medios que había a principios del siglo XX.

Las brujas han habitado siempre un territorio ambiguo entre la sabiduría y la condena, pero también desde el reconocimiento y el respeto de quienes recurrían a ellas. En las tragedias de Shakespeare, la literatura las ha presentado como figuras enigmáticas, mitad reales y mitad simbólicas, que encarnan tanto el miedo como el deseo de libertad. Las tres hechiceras de Macbeth, con sus profecías en clave y su lenguaje de oráculo, anuncian no sólo el destino del rey escocés, sino la tensión eterna entre el poder y lo oculto. En ellas hay una advertencia y una fascinación: la voz femenina que sabe más de lo que debería saber, que toca el misterio y lo traduce en palabra. Esa misma voz resuena siglos después en las brujas de Bulgákov, que vuelan sobre Moscú burlando al orden soviético con la misma ironía con que antaño desafiaron al dogma religioso.

Fueron, en su raíz, sanadoras: conocían el pulso secreto de las plantas, los ungüentos que aliviaban el cuerpo y los conjuros que serenaban el alma. Su ciencia, nacida de la experiencia y de la tradición oral, no cabía en los márgenes de una razón que empezaba a organizarse en universidades y academias. Eran mujeres que sabían sin haber sido instruidas, y por eso mismo, se sospechaba que podían ser peligrosas.

El poder las persiguió con la excusa del demonio, pero lo que en verdad temía era su autonomía. La bruja representaba la posibilidad de un mundo donde la mujer no dependiera del sacerdote ni del médico, donde el cuerpo femenino no fuera territorio ajeno. En los siglos en que Europa ardía con el fuego de la ortodoxia, aquellas mujeres mantuvieron viva una medicina natural, empírica y solidaria. Su rebeldía no se proclamaba en panfletos, sino en actos de asistencia, en el uso de un conocimiento que no pedía permiso a la autoridad.

Sin embargo, con el avance de la ciencia moderna y la institucionalización de la medicina, su figura fue quedando relegada a la superstición o a la fábula. La mujer sanadora desapareció bajo el peso del título académico, y la compasión que curaba desde la experiencia, cedió su lugar a la técnica más impersonal. La modernidad, en su afán de precisión y control, despojó a la curación de su misterio. La razón triunfó, pero dejó fuera una parte esencial del alma humana: la intuición, la empatía, la comprensión del sufrimiento como vínculo y no sólo como síntoma.

La emancipación se logró en otros frentes, pero no en la continuidad de una tradición propia, la de aquellas que sanaban fuera de la ortodoxia. Hoy la figura de la bruja sobrevive en la literatura, en las artes o en ciertos movimientos espirituales, más como símbolo que como práctica. Y, sin embargo, sigue ejerciendo una fascinación profunda: encarna la rebeldía frente al orden, pero también el recuerdo de un tiempo en que la medicina y la magia eran una misma cosa.

Tal vez la verdadera pérdida no fue la desaparición de la bruja, sino la de su mirada: una forma de entender la vida en que el cuerpo y el espíritu no se contradecían, y donde curar significaba, ante todo, acompañar. En ese eco de sabiduría antigua, en esa mezcla de ternura y desafío, persiste algo que la modernidad aún no ha sabido sustituir.

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