Pensé titular este artículo como “Mi lucha”, pero con el acento alemán adecuado sonaba a plagio histórico, y francamente, nunca he llevado bigotito a lo Chaplin. El tupé, si acaso, tendría que empezarlo a cultivar desde el arco posterior de mi coronilla, lo cual ya es territorio capilar en disputa. Además, mi cercanía ideológica con el “implícito” es comparable a la de Trasmoz del Moncayo con la isla Pitt, allá por las Chatham en Nueva Zelanda. Vamos, que ni por asomo.
¡Al grano!, que ya me estoy perdiendo por los cerros de Úbeda o por los de Jaén, que nunca sé cuáles son los que despistan. Digo “convivencia” porque llamar “lucha” a una batalla perdida de antemano es como ponerle nombre épico a una siesta. Así que mejor: ¡Vamos a llevarnos bien! Y a ver si este tramo final del camino lo transitamos con algo de dignidad y, por qué no, con humor.
Todo empezó cuando mis frases manuscritas acababan como procesión de hormigas en día festivo, mi voz adquirió el timbre de hoja otoñal en caída libre, y encima iba estreñido, lo cual siempre me ha parecido una molestia existencial. Salí de la consulta del neurólogo con cara de jugador de póker y paso de pato mareado, tras oír el veredicto: “Tiene usted Parkinson”. Aunque, siendo honestos, no recuerdo bien la escena. Lo que sí pensé fue: “Después de una COVID severa, un cáncer de riñón con nefrectomía total del izquierdo, y el ‘bicho’ aún vigilado en el derecho, que me va dejando una insuficiencia renal... ¿Ahora viene este fulano inglés a enredarla? ¿Qué será lo siguiente? ¿Un embarazo sorpresa?”
Por ahora, me lo tomo como una relación que necesita rodaje. El desayuno de kiwi, tostada integral con aceite de oliva y leche de avellanas ha devuelto la paz intestinal. La dopamina, esa heroína química, intenta frenar el avance del caballero inglés en mi sustancia negra cerebral.
Y cada noche, antes de dormir, entono mi plegaria favorita:
“Virgencica, que me quede como estoy.”