Hungría, aliada de Hitler en la Segunda Guerra Mundial, no quedó al margen de la persecución y el exterminio de los judíos, tal como pasaba en todos los territorios ocupados por los nazis o en los países colaboradores en la “solución final” puesta en marcha por la Alemania nazi. En agosto de 1944 la situación era desesperada en Hungría, tanto para el dictador Miklós Horthy como para los miles de judíos que sobrevivían a duras penas en Budapest. El ejército soviético ya avanzaba sin obstáculos por Rumanía y los judíos de la capital húngara sobrevivían sin apenas comida ni posibilidad de trabajo en ningún sitio. Protegidos por algunas embajadas, como las de España, Portugal y Suecia, miles de judíos salvaron sus vidas con salvoconductos y falsos pasaportes entregados por estas legaciones.
Sin embargo, la maquinaría nazi seguía trabajando sin descanso en la maquinaría criminal del Holocausto. El coronel Adolf Eichmann, enviado para dirigir los trabajo relativos a la persecución de los judíos húngaros, seguía atento y trabajando en el exterminio de los judíos de Transilvania antes de la llegada de los «inoportunos» soviéticos. Resulta increíble cómo en la mente de los altos encargados de la «solución final», el exterminio de los hebreos era una suerte de misión mística que transcendía mucho más allá del resultado de la contienda bélica.
El 23 de agosto de 1944, y una vez que la suerte de Rumanía está sellada ante una ofensiva soviética imparable, Eichmann abandona Hungría, no sin antes dejar preparada la deportación de miles de judíos de Arad y Oradea, ciudades situadas actualmente en Rumanía. Solamente en Oradea, donde pervivió uno de los guetos más duros habidos en toda Transilvania, perecieron unos 14 000 hebreos en los campos de concentración y en los trenes de ganado que los llevaban a los mismos.
Dos meses más tarde, a mediados de octubre de ese año, los soviéticos están a tan solo cien millas de Budapest. Y los nazis, ante el ya irrefrenable avance de los soviéticos que ocupan Rumanía, imponen un ejecutivo sumiso a sus intereses, derriban al régimen de Horthy, encarcelan a su odiado hijo István en un campo de concentración tras secuestrarle y nombran jefe de Estado de la Hungría pronazi a Ferenc Szálasi, líder del partido fascista de las Cruces Flechadas.
La situación para la angustiada población judía cambió súbitamente. Unos 160.000 judíos fueron amontonados —no cabe otra palabra— en el gueto de Budapest y unos 50.000 hombres entre los 15 y los 60 años fueron seleccionados para ser enviados a los campos de la muerte por Eichmann, quien, siguiendo órdenes de Himmler, seguía trabajando a un ritmo vertiginoso por acabar con la vida judía antes del final de la guerra.
Recluidos en una estrecha calle del centro histórico de Budapest, centenares de judíos morirían víctimas de las epidemias, el hambre y la brutalidad de los grupos fascistas húngaros. En la sinagoga de Dohány, al comienzo del gueto donde se hacinaban miles de seres humanos, encontraron «refugio» en sus jardines unos 3000 judíos y allí morirían el poeta Miklós Radnóti y el historiador Antal Serv junto con miles de víctimas sin nombre.
Los fascistas húngaros colaboraron con ahínco y especial crueldad en la persecución de los judíos que vivían en su país. Organizaron redadas, asaltaron apartamentos, incendiaron negocios, sinagogas y hospitales, cometieron brutales matanzas, asaltaron embajadas y casas protegidas por organizaciones internacionales que trataban de salvar algunos judíos y vigilaron el gueto de Budapest hasta la llegada de los soviéticos. Sin embargo, los continuos bombardeos de los aliados y el mal funcionamiento de los servicios de ferrocarril evitaron la deportación masiva de todos los judíos que vivían en Budapest.
Sanz Briz entra en acción
Siempre se ha dicho que las situaciones límite sacan del ser humano lo mejor y lo peor que tiene. Nunca dicho aforismo pudo tener mejor aplicación que en los duros días del Holocausto húngaro, aquellas negras jornadas plagadas de muerte, delación y sufrimiento. Los genocidas voluntarios de Hitler encontraron en los fascistas húngaros unos aliados y ejecutores de su política ejemplares en el peor sentido de la palabra.
El encargado de negocios de España en la Hungría de entonces, Ángel Sanz Briz, sabía que tenía algo que hacer y que no podía quedarse de brazos cruzados. Escandalizado ante lo que estaba ocurriendo y consternado por la brutalidad de los fascistas húngaros, creó toda una red de casas y viviendas protegidas por la embajada española y también otorgó, acogiéndose a un decreto de Primo de Rivera que había concedido protección a los sefarditas españoles, numerosos salvoconductos y pasaportes españoles a miles de judíos húngaros.
Se calcula que más de 5.000 judíos húngaros, tal como relata Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto, salvarían sus vidas por la valiente y decidida acción de Briz, un comportamiento que no fue ni prohibido ni tolerado por el régimen de Franco que simpatizaba con el nazismo, pero que era consciente de que Alemania había perdido irremediablemente la guerra. Briz, una vez terminada su misión en Budapest ya como jefe de la legación y clausurada la embajada española en la capital húngara ante la inminente llegada de las tropas soviéticas, pudo regresar a España y después ocupó numerosos destinos diplomáticos. En 1991, una vez reconocida mundialmente su labor y homenajeado por los gobiernos de Hungría y España, el parlamento de Israel le concedió a título póstumo la orden de Justo de la Humanidad.
Junto a estas importantes acciones, también las embajadas de la Santa Sede, Suiza, Suecia y Portugal ayudarían de una forma desinteresada a muchos judíos a abandonar el país y salvar así sus vidas. Sin embargo, pese a la nobleza de tales actuaciones y lo positivo de las mismas, la mayor parte de los judíos de Hungría perecerían durante el Holocausto y en los meses previos a la llegada de las tropas soviéticas a Budapest.
Al igual que en otras partes de Europa del Este, Hungría no fue una excepción a la espiral de odio, persecución y asesinatos colectivos organizados por los nazis con la complacencia de las autoridades húngaras que sucedieron a Horthy. Un cálculo razonable de víctimas señalaría que de los 825 000 judíos que había en Hungría antes de la guerra sobrevivirían apenas unos 275 000, de los cuales unos 100 000 quedarían en la capital, Budapest, cuya tasa de defunciones, muertes, desapariciones y asesinatos (55%) fue bastante menor que en el resto del país. Sanz Briz, al menos, consiguió salvar a más de cinco mil judíos.