El deporte debe ser territorio de paz. Un espacio donde la rivalidad se mide en esfuerzo, disciplina y estrategia, no en bombas, hambre y muerte. Lo que ocurrió en Madrid con la Vuelta a España recuerda que incluso el asfalto de una ciudad puede convertirse en escenario de conflicto, cuando la indiferencia se cruza con la política.
Un equipo de Israel competía en la gesta deportiva, mientras Gaza sangra en la contienda. Más de 60.000 muertos. Niños y bebés muriendo de hambre. Hombres y mujeres asesinados sin que la comunidad internacional responda con la fuerza de la justicia. ¿Cómo puede sostenerse la ilusión de que el deporte es un refugio neutro, cuando las guerras llaman a la puerta y los campos de batalla se trasladan a la pista?
La indignación social estalló antes de la última etapa: más de cien mil personas hicieron escuchar su voz. Formaciones políticas como Podemos, EH Bildu, Izquierda Unida y Sumar reclamaron la exclusión del equipo israelí, apelando al boicot y a la desobediencia civil. No se trata de criminalizar a los deportistas, sino de subrayar que el deporte es un escenario ético, donde los valores no pueden ser negociables. La condena al genocidio está por encima de cualquier actividad deportiva.
Es imposible no ver la doble vara de la comunidad internacional: en 2022, Rusia fue aislada de toda competencia internacional, sus deportistas compiten sin bandera ni himno. Israel, en cambio, permanecía impávido en la carrera. La coherencia moral debería ser un principio que guíe decisiones, no una variable a conveniencia. Como señalaba Kant, la ética exige actuar de manera que tu acción pueda ser universalizada.
¿Podemos permitir que el deporte sirva de ventana para legitimar injusticias, mientras declaramos defender la paz y los derechos humanos? No. El deporte es pedagogía de la vida. Enseña disciplina, cooperación, respeto. Pero también debe enseñar juicio moral. Cuando los campos de batalla invaden las canchas y las pistas, el silencio se convierte en complicidad, y la neutralidad, en traición.
La historia juzga a quienes permanecen callados frente al genocidio. La política puede intentar contaminar el deporte, pero no puede reemplazar la conciencia ética de quienes administran las competencias ni la voz de la sociedad civil. Esa luz es necesaria, pero no suficiente. Porque más allá de los pronunciamientos, se necesitan sociedades donde el sentido común y el juicio moral guíen las decisiones, incluso frente a la vida misma.
La Vuelta a España es un aviso. El deporte puede ser más que espectáculo; puede ser un faro de ética, un instrumento de paz. La paz no se decreta, se cultiva. Y cultivar la paz implica decidir con criterio, conciencia y coraje, incluso cuando la política intenta arrastrar al deporte a su terreno.
Porque, al final, como decía Aristóteles, la virtud está en el equilibrio entre la indignación justa y la acción prudente. El deporte debe reflejar esa virtud. La humanidad, la capacidad de juicio y compasión. Cuando los juegos pierden la dignidad, toda la sociedad es la que pierde. Cuando los campos de batalla invaden la pista, la ética debe pedalear más rápido que la guerra.