Las primeras tendencias del recuento en Chile apuntan a una victoria amplia de José Antonio Kast. Habrá que esperar al escrutinio final, pero la magnitud del giro que anticipan las urnas invita a una reflexión que trasciende lo electoral. No es un fenómeno aislado. Se suma a un proceso más amplio, visible ya en Argentina, donde Javier Milei abrió un debate profundo sobre el rumbo del país y el agotamiento de ciertos modelos políticos que dominaron la región durante décadas.
Conviene evitar explicaciones simplistas. Chile y Argentina son países con historias, trayectorias económicas y expectativas sociales muy distintas. Sin embargo, existe un hilo común que recorre ambas sociedades: un cansancio acumulado ante sistemas incapaces de ofrecer prosperidad sostenida y una demanda creciente de orden, institucionalidad y apertura económica. Lo que hoy se expresa en las urnas no es únicamente un rechazo a gobiernos concretos, sino la búsqueda de un nuevo contrato social que permita reconstruir certezas.
En Argentina, ese deseo tomó la forma de una apuesta arriesgada por un liderazgo disruptivo, capaz de cuestionar dogmas arraigados y de señalar con crudeza las consecuencias del estancamiento. Milei no solo encarna un programa económico; encarna una reacción cultural frente a una idea de Estado que, para muchos argentinos, había dejado de proteger para convertirse en un lastre. Su irrupción obligó a todos los actores a revisar inercias, a reordenar prioridades y a recuperar un debate serio sobre productividad, transparencia y responsabilidad fiscal. Más allá de simpatías o reservas, es indudable que sacudió un tablero que parecía condenado a la repetición.
En Chile, el posible triunfo de Kast tendría una significación distinta, pero complementaria. Tras años marcados por la inestabilidad constitucional, el desencanto con las promesas refundacionales y la erosión de la seguridad ciudadana, el electorado parece inclinarse hacia un proyecto que reivindica el orden institucional como condición previa al desarrollo. Chile fue durante décadas un referente económico en la región; hoy, el país encara la necesidad de reequilibrar expectativas y reconstruir consensos. Si los resultados preliminares se confirman, el mandato que emergerá de las urnas no será solo un cambio de color político, sino un llamado a recuperar la confianza en la capacidad del país para avanzar sin fracturas permanentes.
Estos procesos, leídos en conjunto, envían un mensaje claro a toda Hispanoamérica: los ciudadanos demandan gobiernos que funcionen. No buscan epopeyas ideológicas, sino estabilidad, oportunidades reales y un marco institucional fiable. No es casual que tanto Argentina como Chile estén optando por liderazgos que, más allá de sus diferencias doctrinales, coinciden en la necesidad de ordenar las cuentas públicas, fortalecer la seguridad, simplificar el entorno regulatorio y atraer inversión.
La cuestión de fondo es qué puede construirse a partir de estas experiencias. Porque Argentina y Chile no solo representan a sus respectivas sociedades; representan también la posibilidad de que la región abandone la inercia pendular que la ha caracterizado. Si estos procesos cristalizan en reformas duraderas, podrían abrir una etapa en la que el pragmatismo, la responsabilidad fiscal y el fortalecimiento institucional vuelvan a ocupar el centro del debate político en Hispanoamérica.
España tiene mucho que decir en este nuevo escenario. No desde la nostalgia, sino desde la realidad de un espacio económico y cultural compartido que puede convertirse en un activo estratégico. Las empresas españolas llevan décadas presentes en la región; las universidades y los centros tecnológicos mantienen una cooperación constante; los vínculos lingüísticos y culturales siguen siendo una ventaja competitiva que ninguna otra potencia puede replicar. Falta, quizás, una visión compartida que permita articular esa relación en términos de futuro, no solo de pasado.
Si Argentina avanza hacia una economía más abierta y más estable, y si Chile recupera el pulso institucional que lo llevó a ser un referente continental, podría consolidarse un eje capaz de catalizar un mayor intercambio de talento, inversión y conocimiento. Un eje que, complementado por la experiencia europea y por la madurez institucional española, genere un espacio de cooperación con capacidad de proyectar a todo el ámbito hispano hacia un papel más relevante en el tablero global.
En una región acostumbrada a promesas incumplidas, sería imprudente hablar de soluciones mágicas. Pero también sería un error ignorar que algo empieza a moverse. Lo que ocurre en Argentina y lo que podría ocurrir en Chile revela una voluntad de cambio que no depende de un solo líder ni de un ciclo electoral concreto: es la expresión de sociedades que buscan recuperar el control de su propio destino.
El desafío es construir bases sólidas que permitan transformar esta energía en avances duraderos. Hispanoamérica necesita menos épica y más perseverancia; menos polarización y más acuerdos que sobrevivan a las alternancias de poder. Si Chile y Argentina logran encauzar este impulso en proyectos sostenibles, la región podría estar, por primera vez en mucho tiempo, ante la posibilidad real de abrir un futuro común más estable, próspero y abierto al mundo. Un futuro en el que Hispanoamérica deje de ser espectadora y comience, de nuevo, a ocupar asiento en la mesa de las grandes decisiones.