Sociedad Civil

Navidades de sangre: cristianos bajo fuego y la ceguera de Occidente

Europa renuncia a la Navidad mientras renuncia también a sí misma. La retirada sistemática de símbolos cristianos del espacio público —belenes eliminados, villancicos censurados, celebraciones suspendidas o sometidas a vigilancia armada— no es una anécdota administrativa ni una cuestión menor de convivencia. Es la expresión de una civilización que ha decidido avergonzarse de sus raíces y acelerar su autodestrucción, impulsada tanto por la izquierda como por una cobarde centroderecha europea que ha renunciado a defender aquello que dice representar.

En países como el Reino Unido se han impuesto restricciones explícitas a los símbolos cristianos en colegios, edificios públicos y actos locales bajo la coartada de la “neutralidad” y la “inclusión”, mientras se acepta como normal que las celebraciones navideñas requieran controles policiales, cancelaciones preventivas o un blindaje permanente ante amenazas islamistas. La Navidad cristiana y humanista se prohíbe; la inseguridad y la radicalidad islamista de carácter totalitario se normalizan. Europa se autocensura para no incomodar a quienes desprecian su cultura, su historia y su civilización, pero la renuncia nunca es suficiente para quienes pretenden destruirlas.

Paralelamente, se ha impuesto un relato ideológico profundamente falso y corrosivo: el cristianismo es presentado como patriarcal, opresivo y culpable de los males históricos de Occidente, mientras el islam es blanqueado como una religión intrínsecamente liberadora y pacífica. Los hechos, los textos y la historia desmienten ese dogma. El cristianismo se expandió por la palabra, el Derecho —incluido el Derecho canónico como fundamento jurídico— y la cultura; el islam político, de raíz tribal y totalitaria, lo hizo por la imposición y la espada. No es una valoración personal: es historia. La sharía niega la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad religiosa y la separación entre poder político y fe. Negar esta realidad no es tolerancia: es socavar la democracia, la libertad y la convivencia.

Mientras Occidente se entretiene en debates identitarios o dirige su atención de forma selectiva hacia otros conflictos —Gaza o sus propias crisis internas—, los cristianos son perseguidos, asesinados y expulsados de sus tierras en amplias zonas de África y Oriente Medio. Sudán y Nigeria son solo ejemplos visibles de una persecución sistemática que afecta a millones de personas. No se trata únicamente de cifras o informes, sino de una realidad persistente: iglesias incendiadas, familias exterminadas, comunidades milenarias borradas por el mero hecho de profesar la fe cristiana. Y, sin embargo, el silencio internacional es ensordecedor.

En Sudán, imágenes satelitales divulgadas en octubre mostraron la magnitud del horror en El Fasher, capital de Darfur del Norte: más de 2.000 civiles ejecutados en pocos días. Entre ellos, numerosos cristianos y miembros de minorías no árabes, masacrados por milicias islamistas acusadas de crímenes de guerra y limpieza étnica. La guerra civil iniciada en 2023 entre el ejército regular y las Fuerzas de Apoyo Rápido ha devastado comunidades enteras. Iglesias arrasadas, fosas comunes visibles desde el espacio y una minoría cristiana —apenas el 4 % de la población— sometida a la sharía, sin libertad religiosa ni asistencia humanitaria efectiva. Es un exterminio sistemático, silenciado por los dirigentes occidentales.

En Nigeria, el país más poblado de África, se libra otra guerra ignorada. En el norte y el centro, comunidades cristianas son objetivo directo de Boko Haram, de su filial ISWAP y de milicias fulani armadas. Más de 5.000 cristianos fueron asesinados el último año, según organizaciones de derechos humanos, mientras el gobierno nigeriano reduce la violencia a meros conflictos “agrarios” o “étnicos”. Aldeas enteras son arrasadas, sacerdotes secuestrados y templos incendiados de forma recurrente en Benue, Plateau o Kaduna. La advertencia del expresidente Donald Trump sobre una posible intervención si Nigeria no protege a sus cristianos reabrió una pregunta incómoda: ¿hasta cuándo Occidente mirará hacia otro lado ante un genocidio?

La Unión Europea y los gobiernos occidentales han optado por la ambigüedad moral. Evitan nombrar al islamismo radical, maquillan la persecución religiosa bajo expresiones como “violencia intercomunitaria” y sacrifican la verdad por miedo, intereses económicos o pactos migratorios. Ese silencio ya no puede calificarse de neutralidad: es complicidad. Los mismos dirigentes que se proclaman defensores universales de los derechos humanos callan cuando los cristianos son asesinados por ejercer su libertad religiosa.

Conviene afirmarlo con claridad: los fanáticos no representan a todos los musulmanes. Muchos musulmanes moderados también son víctimas del terror islamista. Pero el problema no es el individuo, sino una ideología totalitaria que divide el mundo entre sometidos y enemigos. Esa lógica no se detiene en África: ya se proyecta sobre Europa, mientras las élites occidentales creen ingenuamente que la renuncia cultural, la autocensura y la humillación permanente comprarán seguridad.

Especialmente doloroso es el silencio del Vaticano y de su máximo representante, el Papa. La ausencia de una condena clara, firme y directa frente a la persecución de cristianos resulta incomprensible y desoladora. Si quienes representan espiritualmente a millones de fieles no defienden la vida, la fe y la libertad de esos fieles, su papel queda reducido al de una burocracia más, desconectada del sufrimiento real. Obispos africanos lo expresan con desesperación: sus comunidades son exterminadas mientras Roma habla de paz sin señalar a los verdugos. Esta desconexión genera desafección y abandono, del mismo modo que los ciudadanos se apartan de unos dirigentes políticos que ya no los representan.

El exterminio de cristianos fuera de Europa y la prohibición simbólica de la Navidad dentro de ella revelan una misma fractura moral. Mientras en unos lugares los cristianos mueren, en otros se les exige que se oculten, que callen y que renuncien a su identidad. Ese silencio no es tolerancia: es rendición.

No escribo como profeta, sino como jurista que observa la realidad con preocupación fundada. Una civilización que renuncia a sus raíces, a su fe y a su verdad se incapacita para defender la libertad, la dignidad y la vida. Occidente debe despertar y defender su civilización, o aceptar su desaparición.