Por si no fueran suficientes las interminables horas televisivas de terror, con disparos y asesinatos incluidos sin límite de censura, debemos aceptar, además, con resignada complacencia la invasión globalizadora de la Noche de Brujas. En ella, según nos quieren hacer creer, los espíritus vagan errantes, en plan monjes medievales encapuchados, pero ¡caray!, bien pertrechados todos ellos o ellas de buenos armazones esqueléticos coronados de horripilantes cráneos y otros adornos crueles y asustadores, como hachas, cadenas o guadañas. Otras veces se desplazan estos seres siniestros en comitiva de monstruos en trance de abandonar este mundo, acarreando profundas heridas incurables en sus cuellos blancos. Ni que decir tiene que el Conde Drácula con sus afilados colmillos, juega un papel estelar en la estridente función de personajes demoníacos llamada Halloween que solapa su fiesta con la del Día de Todos los Santos. Y cabe hacernos la pregunta de cómo es posible que hayan logrado estos seres macabros salidos de los bazares chinos infiltrarse con su aquelarre en las respetuosas celebraciones de los difuntos. Pues no han venido a pasearse por el espejo de nuestro dolor para oficiar de memento mori sino para chancearse de nuestras desgracias. En un mundo desde siempre sin remedio, al que hay que añadir la maldad actual de grabar incluso las torturas infligidas a nuestros semejantes con los teléfonos móviles, ¿cómo podemos seguir promocionando estas tétricas reuniones cuando lo lógico sería recelar de ellas? ¡Que venga el doctor Freud y nos lo explique!
Caso aparte es, sin lugar a dudas, el del gran referente de la caricatura y el arte contemporáneo de México, José Guadalupe Posada, el brillante creador satírico de Aguascalientes, quien, mediante sus grabados de calaveras burlonas, irónicas y hermosas, retrató la sociedad de su país a finales del siglo XIX y principios del XX, una de las épocas más convulsas de la historia del país hermano. Su elegante Calavera Garbancera, con su ostentoso sombrero señorial, sería incluida por Diego Rivera en uno de sus murales más característicos: “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”, de 1940. En esta obra la convertiría en compañera del engalanado señor de la Alameda, es decir, del Catrín, el pretencioso indígena enriquecido que reniega de sus raíces y adopta modas europeas. A ella la bautizaría, por lo tanto, como “La Catrina”, con tanto éxito que acabaría convirtiéndose en un distintivo nacional.
Pero al contrario de la “fiesta” de Halloween, las calaveritas de “don Lupe”, así se le llamaba, sí plantearían una verdadera reflexión sobre el más allá, acomodándose con humor y buen gusto al Día de Muertos en el sentir del México ancestral, en el que más que temor a la muerte, simbolizada por el dios Mictlantecuhtli, lo que producía espanto era la Fatalidad, vinculada a Tezcatlipoca, la convicción del hombre de no ser dueño de su propio destino.
Con las calacas de este artista que retrató el alma de los mexicanos sí se podría platicar tranquilamente, incluso bailar.
 
                   
               
         
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
          