Desde que el mundo es mundo y el amor se complica o no llega, ha existido la necesidad de un tercero que allane el camino entre los suspiros y la conquista. A esa figura, en la España del Renacimiento, se la llamó Celestina. Antes y después ha tenido otros nombres —alcahueta, trotaconventos, casamentera o simplemente “la que arregla”—, pero todas comparten el mismo ministerio: intermediar, entre el impulso y el miedo a fracasar.
La vieja de Fernando de Rojas (1470-1541), con su casa llena de redomas, fue mucho más que una intermediaria. Era una ‘influencer’ del amor, mezclando pócimas de mirra, romero y engaño, y conociendo mejor que ningún doctor las dolencias del alma humana. No fue casualidad que su autor, bachiller en leyes, la dotara de un laboratorio tan completo como el de una botica renacentista: allí había alambiques, ungüentos, aceites de rosas y de jazmín, y remedios tanto para el cutis como para la conciencia. Incluso un autor del siglo XX, Modesto Laza Palacios ha publicado un libro sobre el ‘laboratorio de la Celestina’ en 1958, en que asombra de su acercamiento a los conocimientos de la época.
Celestina no curaba, seducía; pero sabía que en ambos oficios la receta principal es la fe del paciente. Si la farmacopea necesita la confianza en el remedio, el arte de la alcahueta requiere la credulidad del enamorado. Y Calixto, aquel mozo descerebrado que adoraba a Melibea más que a Dios, fue un cliente ideal. El amor es, al fin y al cabo, la enfermedad más contagiosa, menos susceptible de cribados y las celestinas pueden ser su vector principal.
Poco tiempo después, la figura se metamorfoseó. Francisco Delicado (1475-1535), clérigo cordobés y alegre pecador, nos legó a La Lozana andaluza, otra discípula de Afrodita y de Galeno. Su Aldonza, mujer de pluma y espejo, se movía por la Roma renacentista con el desparpajo de quien sabe que el cuerpo es la mejor moneda de cambio. Preparaba afeites, solimanes y cerillas, curaba ahítos y lombrices, y entre un remedio y otro ofrecía consuelo a los desamparados del amor. Era una versión más risueña y menos trágica de Celestina, una mediadora de la carne que se adelantó cinco siglos a los tutoriales de belleza.
Y si la literatura se nutre de la realidad, la historia nos dio a Teofanía di Adamo, un personaje real, alias Toffana la siciliana, que destiló el más eficaz de los filtros: el Agua Toffana, aunque tenía otros muchos menos peligrosos. Incolora, inodora e insípida, servía para liberar a las damas de maridos molestos o brutales, un remedio de la época contra la violencia de género. La policía civil la persiguió, la Inquisición la torturó y el siglo XVII la enterró, pero su invento principal siguió haciendo carrera bajo el nombre de Agua de Nápoles. No hay red social más eficaz que el boca a boca, y la fama de su veneno sobrevivió hasta que el arsénico pudo identificarse fácilmente en las autopsias.
Saltamos, con un ligero vértigo, a nuestro siglo digital. Las celestinas, y ahora también los Celestinos, por aquello de la igualdad de género, ya no llevan tocas ni rezan ensalmos mientras destilan perfumes. Llevan ring light, manejan algoritmos y prescriben compatibilidades desde una pantalla. Las hay, y los hay, en TikTok y en Instagram, donde, con gesto profesional y sonrisa de anuncio, explican los secretos para “manifestar el amor verdadero”, o interpretan los mensajes de texto de un pretendiente como si fueran oráculos de Delfos. Otros, más discretos, programan citas en aplicaciones que prometen lo mismo que Celestina vendía: la ilusión de un encuentro único y la posibilidad, aunque remota, de ser correspondido.
No se crea, sin embargo, que las nuevas celestinas y celestinos son menos eficaces. Como sus predecesoras, dominan el arte de la sugestión y del relato. Si la vieja de Rojas manejaba con igual destreza la retórica y el ungüento, los matchmakers de hoy combinan hashtags y psicología positiva, uniendo a los solitarios del siglo XXI con fórmulas no menos mágicas que las pócimas de antaño. Donde Celestina leía las líneas de la mano, ellos interpretan las estadísticas del perfil. Donde la Lozana preparaba solimán, ellas y ellos recomiendan filtros de belleza.
En el fondo, el amor sigue necesitando mediadores. Pocos se atreven a lanzarse al abismo del deseo sin una mano que los empuje. La función de la Celestina, sea con alambiques o con algoritmos, consiste en eso: en hacer posible lo improbable. A veces fracasa —como en el caso de Calixto y Melibea, que acabaron despeñados—, otras veces triunfa, y siempre deja una enseñanza: que el deseo humano es demasiado poderoso para confiarlo siempre al azar.
Por eso, antes de burlarnos de los tiktokers que enseñan a buscar pareja, conviene recordar que Celestina también fue ridiculizada por sus contemporáneos, y sin embargo sigue viva en nuestra imaginación. Cada vez que alguien escribe un mensaje, edita una foto o busca consejo para conquistar a otro, una pequeña celestina digital mueve los hilos invisibles del deseo.
Y es que, mal que nos pese, el amor —como las buenas medicinas— casi siempre necesitan su intermediario. Sin ellas, los humanos andaríamos tan desorientados como Calixto en la noche en que no da con la escalera y acaba despeñado. Las Celestinas de ayer y de hoy, con sus errores y su sabiduría, siguen recordándonos que las pasiones, aunque se modernicen, no cambian de fórmula y prácticamente siempre buscan monetizarse, es decir, ganar dinero.
 
                   
               
         
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
           
       
          