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En el siglo XVII surge el toreo a pie

En la Edad Media ya se celebraban fiestas de toros, pero estas no se parecían en nada a los festejos actuales. Desde sus inicios hasta finales del siglo XVI y principios del XVII, la tauromaquia giraba alrededor de dos versiones: la caballeresca y la popular.

La caballeresca: estribaba en una corrida con alanceadores montados a caballo. Su práctica era en una plaza pública, organizada por la sociedad poderosa y amparada por el poder monárquico como un espectáculo orientado a festividades solemnes, en la que el jinete noble ante los públicos hacía gala de su mesurado arrojo y liberalismo en el enfrentamiento con el toro, para después matarlo mediante suertes con lanza o rejón.

La popular: consistía en correr los toros por las calles de la población a cuerpo limpio, o bien con capas y lienzos para conducirlos a las plazas públicas, donde grupos de mozos los esperaban sorteando al animal con suertes de forma improvisadas y después finiquitarlo de la manera que pudiesen, para sus diversiones y regocijos. 

Tradicionalmente todavía existen lugares y comarcas de correr toros (encierros) por el público en general, dándoles muerte posteriormente a estoque en las plazas una vez lidiados por diestros profesionales, previamente contratados y anunciados para el festejo. Todo ya reglamentado. 

Pero es en el siglo XVII, cuando se produce la gran transformación de la fiesta taurina, apareciendo el primer hombre matador de toros a pie que, armado con una espada y un trozo de tela, liquidaba a la res después de haberle realizado una corta lidia. 

La lidia y muerte del toro en la fiesta popular, la remuneración para los toreadores estaba prohibida desde el siglo XIII por el reinado de Alfonso X. 

Después de cuatros siglos, es decir; a partir del referenciado siglo XVII, se abrió paso por decadencia del toreo caballeresco que iba perdiendo notablemente su interés para el espectador, a un nutrido número de lidiadores entrenados en los mataderos públicos existentes en ciudades y poblaciones de más intensa vida taurina, como eran en este caso las provincias de Cádiz, Sevilla y algo menos en Córdoba.

Paralelamente por aquel tiempo iban surgiendo los picadores de toros, llamados a su vez garrochistas o varilargueros, nombre que tomaron por un nuevo instrumento de defensa, la vara larga, muy semejante a la que utilizaban los mayorales y vaqueros en las dehesas para conducir el ganado. Dicha vara larga empleada por los varilargueros desde el caballo, se le unió a un extremo una especie de rejón punzante de hierro, sin control en la medida (hoy la reglamentada puya de picar), sirviéndole para desangrar en lo posible al toro, restándole fuerza y suavizar el ímpetu de su embestida, al tiempo que los incipientes toreros capeaban al animal con la finalidad de darle muerte a espada.

Iniciado el Siglo de Las Luces, a lo que es igual, el siglo XVIII, los lacayos que  auxiliaban a los caballistas alanceadores y también a los avezados lidiadores de a pie salidos de los mencionados mataderos, se hicieron cada vez más interesantes en las corridas populares, mientras nobleza y monarquía fueron poco a poco abandonando las caballerescas como antes hemos dicho, transición de la que van aumentando consideradamente las corridas modernas entre los años 1740-1750, tiempo aquel, cuando el matador de origen plebeyo, se erige en principal protagonista del nuevo espectáculo, percibiendo una elevada cantidad de dinero por responsabilizarse en lidiar y matar al toro. 

Varilargueros (picadores) y auxiliadores (banderilleros), quedaron adscritos como cuadrilla al servicio del matador, asumiendo este la responsabilidad máxima de aniquilar la fiera, colofón de la solemnidad dramática del rito ceremonioso de la lidia. 

“Metido en el centro de la cara del toro con la muleta en la mano izquierda, más o menos recogida, pero siempre baja y la espada en la otra, cuadrando al animal de frente para meterle a su tiempo el espadazo”, concepto que resumía el famoso “Pepe-Hillo”, por cierto, fue el primer torero que dictó la primera normativa en el año 1796, en la que las reglas hacían referencia de blindarse los lidiadores con engaños por inminente riesgo a una cornada. Pero él tuvo la mala suerte de morir una tarde de 1801 en Madrid, debido a las heridas mortales causadas por el toro “Barbudo”, del ganadero Rodríguez Sanjuán, precisamente en el momento de meterle la espada. Terminó con el toro agresor el rondeño José Romero, compañero de terna.