Crónicas de nuestro tiempo

La muerte lenta

Nos están matando poco a poco, y lo llamamos “cultura gastronómica”.
El sushi, el tartar, el ceviche, la carne al punto, las herbáceas, el pescado “fresquísimo”, e incluso el agua sin embotellar, pueden ser vehículos de transmisión bacteriana o parasitaria. Y mientras nos convencen de que es refinamiento de moda; lo que realmente hacemos es abrir la puerta al enemigo más antiguo del hombre: los devoradores de la vida desde dentro.

Lo que antes era advertencia de supervivencia -cocina bien la comida o enfermarás- hoy se ha transformado en esnobismo culinario. Y en nombre del gusto y de la tendencia, millones de personas se exponen cada día a larvas, huevas y gusanos que entran en el cuerpo humano como quien cruza una frontera sin control. Es el precio de la ignorancia gourmet, y el precio de quienes sin conocer bien España, les gusta presumir de conocer países generalmente de otros continentes muy poco fiables.

Nadie quiere hablar del tema. Ni los chefs que se pavonean ante cámaras, ni los ministerios de sanidad que miran para otro lado, ni los medios que viven de vender el mito del “placer crudo”. Pero los hospitales lo saben: cada semana llegan personas con fiebre, vómitos, lesiones hepáticas o intestinales provocadas por parásitos invisibles, que han pillado muchísimas veces en esos países del segundo y tercer mundo a los que les encanta viajar para colgar en las redes sus fotos, sin pensar en las consecuencias o desconociendo esta realidad.

El caso más célebre fue el del joven portugués que terminó en quirófano tras comer sushi. Tenía el estómago perforado por gusanos de Anisakis simplex. Un informe publicado en BMJ Case Reports describió la escena con crudeza: “Decenas de larvas se movían dentro de su estómago como si estuvieran en su hábitat natural”. Eso no fue una anécdota. Fue una advertencia mundial. Pero el negocio siguió. La ley exige la congelación del pescado, pero al cayetano  sibarita que nadie le diga que no es fresco.

Hoy, según la Universidad de Washington, la presencia de parásitos en pescados destinados a consumo crudo se ha multiplicado por 283 desde los años setenta. Y según la OMS, las infecciones por trematodos transmitidos por alimentos provocan cada año más de 2 millones de años de vida perdidos o discapacitados.

El silencio cómplice de los gobiernos, es similar al silencio del Vaticano, no advirtiendo ni pidiendo a sus feligreses de países musulmanes terroristas o fanáticos, que no vayan a sus iglesias para no ser asesinados por esos retrógrados pertenecientes a grupos islamicos. Es mejor la noticia y el anuncio de Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN) como un llamado a la acción basado en la solidaridad y el amor al prójimo, destacando la situación de persecución o pobreza que sufre la Iglesia en diversas partes del mundo, porque eso son ingresos a las arcas del Vaticano. Una cosa es predicar y otra dar trigo.

¿Dónde están las campañas informativas? ¿Dónde los avisos en los restaurantes de sushi o en los mercados? ¿Por qué se obliga a poner una etiqueta de advertencia en un paquete de tabaco, pero no en un plato que puede contener larvas vivas?

El consumidor no sabe -porque nadie se lo dice- que una simple lechuga mal lavada o un agua contaminada pueden transmitir huevas de parásitos capaces de instalarse en el hígado o en los pulmones hasta comérselos poco a poco sin que la ciencia pueda intervenir con precisión absoluta.

Tampoco sabe que el salmón crudo, incluso el de piscifactoría, puede portar Anisakis si no ha sido congelado en condiciones adecuadas. Ni que una sola larva puede vivir dentro del cuerpo humano durante decadas, alimentándose de los órganos que va comiendo progresivamente a su antojo sin ser localizada.

La gastronomía moderna ha sustituido la prudencia por el atrevimiento. Se aplaude al cocinero que sirve pescado “sin tocar el fuego”, se ensalza al comensal que come carne “sangrante”. Pero detrás de ese aplauso hay una tragedia latente: la enfermedad lenta, la degeneración de los órganos, la desesperación de médicos que no logran encontrar “dónde se esconde el bicho”.

La ciencia ha documentado muertes por larvas que viajan del intestino al corazón, o del hígado al cerebro. Y no se trata solo de África o Latinoamerica ni de zonas pobres del planeta: ocurre en Europa, en España, en restaurantes de lujo que sirven productos sin los controles necesarios, cuanto más en países tercermundistas.

Lo más grave no es el gusano, sino la indiferencia. Los gobiernos que no informan, los cocineros que lo ignoran o lo ocultan, los medios que trivializan el riesgo: todos son cómplices. Cada plato crudo sin advertencia sanitaria es una ruleta rusa servida con cubiertos de plata.

El Estado debería obligar a informar, a etiquetar y a advertir. Pero no lo hace. Prefiere callar, quizá porque el negocio gastronómico factura millones y nadie quiere espantar al cliente cuyo gasto se convierte en impuestos.

Comer o ser comido es la ironía moderna que en esta sociedad de consumo presume de progreso, olvidando la sabiduría básica de nuestros abuelos: “Bien cocido, bien comido.”

Hoy los parásitos no solo llegan por miseria, sino por soberbia. No por hambre, sino por vanidad. Y cuando el cuerpo enferma, cuando el hígado se deshace o el corazón se inflama, nadie recuerda el aplauso en el restaurante ni la foto en Instagram del “sashimi perfecto”.
El enemigo invisible se llevó la partida, porque nadie quiso seguir los consejos.

También ocurre lo mismo con insectos como mosquitos o arañas de países tropicales, capaces de inocular y diseminar sus huevas dentro de nuestro cuerpo con el mismo resultado evolutivo de larvas que transcurrido un tiempo, comienza a comer órganos vitales hasta acabar asesinando lentamente al portador, al cual muchas veces los médicos no saben diagnosticar ni curar la patología del bicho.

Solo por último, un consejo muy valioso: después de leer este artículo (.!.) documentese y compruebe la gravedad de algo que le puede suceder a usted o su familia arruinando su vida y salud, si decide seguir viajando y bebiendo o comiendo alimentos crudos o semicrudos, sin tomar extremadas precauciones de salubridad y garantía certificada.

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