El invierno sueco no perdona. A las tres de la tarde ya es noche y el frío cala hasta los huesos. La Ciudad Vieja (Gamla Stan), ubicada en el corazón de Estocolmo, parece detenida en un paisaje de postal entre edificios ocres y rojizos, calles empedradas, tabernas, restaurantes, el mercadillo navideño y faroles que vencen la oscuridad como queriendo anunciar que algo bueno se avecina. Cada 7 de diciembre de cada año, exactamente a las cinco de la tarde, este mismo lugar se vuelve escenario de uno de los rituales más solemnes de la cultura occidental: el discurso del Premio Nobel de Literatura en el salón de la Academia Sueca.
Krasznahorkai empezó su discurso, en húngaro, con las siguientes palabras: «En relación con este Premio Nobel, quería compartir mis pensamientos con ustedes sobre la esperanza; pero para mí, la esperanza finalmente ha llegado a su fin. Por eso hablaré, ahora, sobre los ángeles». Y en la segunda parte de su alocución habló de la dignidad humana, utilizando un «tú» que no se dirige a un pueblo, a una persona ni a ninguna figura celestial. Se dirige a la especie humana. A saber, al «Homo habilis (hombre hábil)» que se levantó sobre dos piernas para fabricar herramientas de piedra. Después inventó la rueda, el fuego, las armas y las jerarquías. Creó el tiempo, el arte, el amor y los sentimientos. Ese mismo «Homo erectus (hombre erguido)» se sentó con el Señor de los cielos y puso nombre a las cosas. También construyó coches y barcos para trasladarse a diferentes partes del mundo, y se dio cuenta de lo que significaba tener fortaleza y poder. Krasznahorkai dice textualmente: «... Viajaste por lo desconocido de la Tierra, saqueaste todo lo que pudiste...».
Y para terminar contó una anécdota personal ocurrida, en los años 90, cuando se encontraba en el andén de una estación del metro en Berlín. Allí, un mendigo estaba orinando en una zona prohibida. Y un policía le observaba desde otro andén ubicado a diez metros de distancia. Entonces surgió una persecución. El policía que representa el bien y el orden, persiguiendo al mendigo encarnado en el desorden y la falta de respeto. Sin embargo, el policía no logró capturar al mendigo, precisamente, por esa distancia de diez metros existente entre ellos. Esta escena representa un acto de rebelión.
En fin, el discurso de Krasznahorkai es irónico, filosófico, poético y profundamente humano. Utiliza, consciente o inconscientemente, términos matemáticos. El laureado no ofrece respuestas, sino más bien nos hace mirar el abismo, nos hace sentir el frío de las personas que viven en el submundo, y levanta los velos inmundos de los ángeles terrenales sin alas. También nos hace sentir el peso de ser humanos: rebeldes, frágiles y contestatarios. Por eso, ponemos el puño en alto; porque esos diez metros de distancia son también nuestros. Miden la supervivencia, el coraje y las ganas de seguir luchando por la justicia en este mundo que nos ha tocado vivir.