Crónicas de nuestro tiempo

Sócrates, el hombre más odiado

Sócrates (469 a. C. – 399 a. C.), figura central de la filosofía occidental, no dejó ninguna obra escrita. Todo lo que sabemos de él proviene de las obras de sus discípulos, como Platón y Jenofonte, o de sus contemporáneos, como Aristófanes, que lo ridiculizó en su comedia Las nubes. Y, sin embargo, este hombre que caminaba descalzo por las calles de Atenas, que vestía con sencillez y pasaba horas dialogando en el ágora, acabó siendo uno de los personajes más odiados de su tiempo.

¿Pero por qué tanto rechazo? ¿Qué hizo exactamente Sócrates para ganarse una condena a muerte?

El tribunal popular, la Heliea, compuesto por 501 ciudadanos elegidos por sorteo, lo acusó formalmente de dos cargos: corromper a la juventud y no respetar a los dioses de la ciudad (introducir nuevos daimonia, o entidades espirituales). Estas acusaciones no eran un mero capricho. Sócrates, a través de su famosa elenchus (refutación), desmontaba las certezas de todo aquel con quien hablaba: políticos, artesanos, poetas, generales, ciudadanos comunes. Les hacía ver que en realidad no sabían lo que creían saber. Como él mismo decía, su única sabiduría consistía en reconocer su ignorancia.

Atenas, en ese momento, estaba profundamente herida: había sufrido la derrota frente a Esparta en la Guerra del Peloponeso, había vivido una cruel dictadura oligárquica -el régimen de los Treinta Tiranos, del que algunos antiguos discípulos de Sócrates, como Critias, habían formado parte- y trataba de reconstruirse como democracia. En este contexto, un hombre que sembraba dudas, que cuestionaba los valores tradicionales, que enseñaba a los jóvenes a pensar por sí mismos, era visto como una amenaza directa al frágil orden social.

Sócrates tuvo la audacia de exponer las incoherencias de los políticos, los falsos maestros y los sofistas, aquellos que presumían de saber y cobraban por enseñar retórica, mientras él -sin cobrar nada- los dejaba en ridículo con preguntas simples pero devastadoras.

Su figura resultaba incómoda, subversiva. Era como un tábano, según su propia metáfora, que picaba a la gran y perezosa yegua que era Atenas, obligándola a despertar.

Durante el juicio, Sócrates no quiso adular a los jueces ni rogar clemencia. Rechazó la ayuda de los grandes oradores de la época. ¿Por qué? Porque, para él, no tenía sentido salvar la vida a costa de traicionar sus principios:

“No puedes usar tu arte retórico jugando con palabras, encantando a la multitud, tal vez mintiendo, incluso si mi vida está en juego”.

Así, cuando fue condenado a muerte (por una estrecha mayoría: 280 votos contra 221), tuvo la oportunidad de proponer una pena alternativa. Muchos esperaban que eligiera el exilio o una multa. Pero Sócrates, irónicamente, sugirió que merecía ser mantenido a expensas del Estado, como un benefactor. Finalmente, se le ofreció la cicuta: un veneno que bebió serenamente, rodeado de sus discípulos, negándose a huir pese a que sus amigos le ofrecieron un plan de escape.

El proceso contra Sócrates nos revela una lección atemporal: la inteligencia incómoda no suele ser tolerada por las masas ni por el poder. Las multitudes, como ya anticipaba Platón, prefieren las ilusiones a la verdad; quieren ser halagadas, no desafiadas. El pensador que cuestiona, que revela las grietas del sistema, que destapa las mentiras institucionales, es sistemáticamente silenciado, marginado, despreciado. Valgan como ejemplos, el juez, Peinado; la jueza, Beatriz Biedma; el juez, José Antonio Gómez; el juez, Ismael Moreno; el fiscal jefe, Alejandro Luzón; el teniente coronel Antonio Balas; aparte de aquellos valientes y honrados funcionarios que han sido cesados por ministros más inmorales que decentes, como Margarita Robles y Marlaska, para impedir la transparencia y denuncia o investigaciones.

Sócrates fue una amenaza para el status quo, un peligro que la ciudad decidió eliminar, no porque matarlo resolviera los problemas de fondo, sino porque les permitía seguir soñando tranquilos.

Hoy, siglos después, Sócrates sigue siendo un símbolo universal del coraje intelectual: un hombre que prefirió morir antes que traicionar su conciencia, que nos enseñó que el pensamiento crítico es, por naturaleza, perturbador, y que la libertad de cuestionar es uno de los bienes más frágiles y más temidos en toda sociedad.