En una comida reciente con amigos —de esas en las que el vino fluye más que las confidencias— nos sirvieron dos botellas: una con corcho, otra con rosca. Uno de ellos preguntó cuál preferíamos. Casi todos elegimos la del corcho, por romanticismo, por costumbre, por ese ruido ceremonial que parece invocar a Baco. Entonces ese amigo, que sabe de taninos y de la vida, nos explicó que el corcho permite el paso de oxígeno, lo que puede oxidar el vino y avinagrarlo. El tapón de rosca, en cambio, conserva mejor. Y ahí entendí algunas cosas.
Porque, como el vino, las amistades también se decantan con el tiempo. Algunas se oxigenan, otras se avinagran, y unas pocas —las mejores— se conservan sin perder aroma ni cuerpo. Yo tengo dos amigos de esos que llevan más de medio siglo en mi bodega personal. Los llamaré A y B.
Con A, precisamente el que nos planteó el dilema, el trato es cálido, casi fraternal. Con B, más bien de inercia. Cuando B enfermó, estuve allí: turnos en el hospital, charlas con su familia, revistas, e incluso una vez —que tenía picores— le rasqué la espalda. En cambio, cuando A pasó por un trance médico, nos enteramos cuando ya lo había superado. Así es él: discreto hasta para sufrir.
Luego me tocó a mí. Un COVID severo me tuvo más de dos meses hospitalizado. Primero en un centro público, luego en uno privado con doble especialidad: cuidados paliativos y rehabilitación. Afortunadamente, acabé en la segunda. La mayoría de mis compañeros de habitación, en cambio, terminaron en… el tanatorio.
Durante ese tiempo, sin poder recibir visitas, A —no sé cómo se enteró— me traía cada domingo prensa, libros y revistas. Todo con una nota manuscrita que olía a amistad añeja. Coincidió con otro amigo del que ya les he hablado por aquí, de la misma talla física y humana. Como diría ese amigo elíptico, ambos son altos de “cuajo” (aunque él usa otro término). Yo añadiría que son anchos de “bonhomía” y largos de corazón.
¿Y B? Bueno, B llamaba a mi cuñado. Con el que, por cierto, ya no me hablaba. Imagino que la conversación era algo así:
—¿Sabes algo de tu cuñado?
—No, solo que no se ha muerto… todavía.
—¡Pobre! Bueno, me avisas si hay novedades.
—¡Descuida!
Ambos tienen posición holgada. La mía es más espartana, casi de cartujo: haber sido cigarra y confundir mi empresa con una ONG me ha traído estos lodos. A me invita siempre, con elegancia. B, cuando lo ha hecho, ha soltado: “¡Deja, deja! Ya pago yo, que tú eres pobre” (y en eso tiene razón).
Las charlas con A son fluidas e inteligentes. Con B, banales. A veces me corta a mitad de frase, polemiza por deporte y hasta me ha discutido sobre mi especialidad. Cuando le recordé que soy doctor, me respondió: “¡Y yo, perito!” Y en eso también tenía razón.
Yo, ahora, conociendo el percal, prefiero el tapón de rosca. Aunque guardo la botella de corcho… por si algún día sirve para aliñar una buena ensalada.