Hace menos de un siglo, los antibióticos cambiaron para siempre la historia de la medicina. En apenas unas décadas, pasamos de ver morir a millones de personas por infecciones banales a curarlas con una simple pastilla. La penicilina, descubierta por azar, abrió un camino de esperanza que sostuvo todo el edificio de la medicina moderna: las cirugías seguras, los trasplantes, la quimioterapia o la supervivencia infantil. Pero esa victoria, que fue el mayor triunfo de la ciencia aplicada al bien común, se tambalea hoy ante un enemigo silencioso: la resistencia a los antibióticos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de publicar su informe mundial sobre la vigilancia de la resistencia antimicrobiana 2025, y las conclusiones no son alentadoras. En promedio, una de cada seis infecciones bacterianas confirmadas en laboratorio es resistente a los antibióticos. La situación es aún más grave en algunas regiones de Asia y África, donde la cifra se acerca a una de cada tres. Las bacterias más comunes —como Escherichia coli o Klebsiella pneumoniae— muestran resistencias superiores al 50% frente a los antibióticos más utilizados. Y las cifras crecen año tras año.
La OMS califica esta amenaza como uno de los diez grandes riesgos para la salud mundial, porque mina la base misma del tratamiento médico: la capacidad de curar una infección. Lo que está en juego no es solo la vida de los enfermos actuales, sino el futuro de la medicina tal y como la conocemos. Sin antibióticos eficaces, hasta una apendicitis o un parto pueden convertirse en procedimientos de alto riesgo.
No obstante, el problema no es el antibiótico, sino su mal uso. El informe de la OMS subraya que la resistencia es más alta en los países donde la vigilancia es débil, los sistemas sanitarios frágiles y el acceso a diagnósticos y medicamentos adecuados es limitado. En muchos lugares, los antibióticos se dispensan sin receta, se utilizan para tratar infecciones víricas o se interrumpen antes de tiempo. A veces, por exceso; otras, por defecto. Donde falta control, sobra improvisación, y aparecen las resistencias con más frecuencia.
El resultado es paradójico: los países con menos recursos sufren tanto por la falta de antibióticos cuando se necesitan, como por su uso inadecuado cuando no hacen falta. Se crea así una especie de "sindemia", en palabras del informe, donde la resistencia bacteriana se suma a la debilidad de los sistemas de salud y a la pobreza estructural.
Pero frente a este panorama sombrío, conviene evitar el alarmismo. Los antibióticos siguen siendo una herramienta formidable. Siguen curando cada día a millones de personas, incluso frente a bacterias resistentes, si se usan con criterio y responsabilidad. No hay que temerlos, sino respetarlos. La historia demuestra que cuando se aplican con prudencia, la medicina vence; cuando se abusa de ellos, la naturaleza se defiende y se abre camino para impedir, que los antibióticos actúen como deben.
El documento de la OMS también aporta una nota de esperanza. En menos de una década, el número de países que participan en el sistema global de vigilancia (GLASS) se ha multiplicado por cuatro. Más de un centenar de naciones ya reportan sus datos, lo que permite elaborar una cartografía cada vez más precisa de las resistencias y orientar las políticas públicas. Por primera vez, se dispone de estimaciones nacionales y globales fiables para 93 combinaciones de infección, patógeno y antibiótico. Es decir, ya conocemos mejor al enemigo.
Las soluciones, según la OMS, no son misteriosas: fortalecer los laboratorios, usar los antibióticos del grupo “Acceso” —los más seguros y de primera elección— en al menos el 70% de los tratamientos, reservar los más potentes solo para infecciones graves y garantizar que todos los países puedan diagnosticar y tratar adecuadamente. En otras palabras, usar los antibióticos como lo que son: un bien común, no un recurso infinito.
Los farmacéuticos, médicos y pacientes tenemos una responsabilidad compartida. Los primeros, asegurando que solo se dispensen cuando son necesarios; los segundos, prescribiendo con juicio clínico y apoyándose en la experiencia y las pruebas de laboratorio; los terceros, cumpliendo los tratamientos y evitando la automedicación. Si cada uno cumple su parte, los antibióticos seguirán curando “mientras puedan” … y podrán mucho más tiempo.
Conviene recordar que no hay sustitutos inmediatos. La investigación en nuevos antibióticos avanza lentamente, y las bacterias evolucionan rápido. La mejor innovación, por tanto, es conservar lo que ya tenemos. Como en tantas cosas, el secreto está en la prudencia, no en el miedo. Los antibióticos no son culpables, sino víctimas de nuestra confianza excesiva.
El futuro de la medicina dependerá, una vez más, de la sabiduría con que sepamos administrar los milagros del pasado.