En el cementerio apache de Fort Sill en Oklahoma, aún recuerdan al Indio Jerónimo, su bravura y sus últimos años como líder de las comunidades nativas; iba de pueblo en pueblo tratando de convencer a las tribus de abandonar las reservas, y hacerse libres, otra vez, en las praderas que un día fueron enteramente Blackfeets, Dakotas, Cherokees, Apaches.
Me impresionó su mirada desde un retrato gigantesco en el "Heritage Room" de la Universidad de Oklahoma, donde fui invitado a leer poesía, por gentil deferencia de las profesoras caleñas Lucero Tenorio y Gladys Conde.
Jerónimo está con la rodilla en tierra y un Winchester en bandolera; lleva botas de cuero con flecos, hasta la rodilla, y la cabeza amarrada con un trapo que más parece una corona. Tiene el mentón cuadrado y ojos de perdiz, mirada oscura de pájaro contrariado. A su lado están el célebre "Sitting Bull" (Toro Sentado), el Indio Victorio, el jefe Cochise y Mangas Coloradas, cobijados en mantas frente a sus tiendas cónicas.
Jerónimo es el mismo al que Estados Unidos debió enviar 5.000 soldados -la mitad del ejército de esta nación en 1886- para vencerlo. Iba solo con un puñado de indios Chiricahuas, y había dado unas batallas legendarias. Dos veces sitió e incendió Sonora, y su nombre quedó grabado en las piedras de Arizona y Nuevo México.
Quizá por ello, los Navy Seals, que dieron de baja a Bin Laden en Pakistán, bautizaron esta misión como "Jerónimo", solo que entre el jefe Apache y el "Sheik" whahabita que sacudió con terror al mundo, la diferencia es enorme.
"Gerónimo Ekia", fue la frase que se escuchó en el Salón de Crisis de la Casa Blanca, cuando Bin Laden rodó con un tiro en la cabeza. "Ekia", traduce "Enemy killed in action", o sea, enemigo muerto en combate.
Ya hubiera querido Bin Laden terminar sus días como Jerónimo; el jefe Apache, ya viejo, fue declarado por sus carceleros, "un indio ejemplar", pues no solo permitió que se le exhibiera como una fiera de circo, en la Exposición Universal de San Luis, a las puertas del siglo XX, sino que participó de un desfile presidencial. Murió en paz, en 1909, lejos de la guerra y con la añoranza de la extensa pradera.
Una cacería de más de diez años culminó cuando se anunció al mundo la muerte de Bin Laden, seguida en directo desde Washington por el presidente Barack Obama; las reacciones de jolgorio en Times Square, Nueva York, y en la Avenida Pennsilvania, frente a la Casa Blanca, no se hicieron esperar.
Los familiares de las víctimas del World Trade Center recordaron a sus padres, hijos, amigos, en medio de aquel infierno del 11 de septiembre de 2001, y se preguntaron si alguien cuestionó el hecho de que muchos despojos fueron a parar a una fosa común, cuando desde la otra orilla reclamaban que Laden no había recibido “el rito islámico después de su muerte”; rememoraron también las marchas de júbilo de alunas naciones árabes al conocer el derribamiento de las torres. Hubo tiros al aire y retratos de Bin Laden bamboleándose entre la muchedumbre. Los musulmanes reclamaban también por el jolgorio que se apoderó de Estados Unidos.
Gandhi decía que el camino del "ojo por ojo" lleva a un mundo de ciegos, pero la esposa de una víctima del 11 de septiembre de 2001, expresó: "La muerte es poca para Bin Laden; hubiera sido mejor traer su cadáver hasta aquí, para escupirle…" Secuelas de dolor en contravía de generosos razonamientos filosóficos.