Alcazaba

"Miss Liberty”, 140 años

Medardo Arias Satizábal
photo_camera Medardo Arias Satizábal

Millones de visitantes de Nueva York, entre los que se cuentan miles de ejecutivos de transnacionales o viajeros en escala, no logran ver, a veces ni desde el aire, la Estatua de la Libertad, como tampoco la ven ni la visitan los “Manhanittas” los habitantes de esta isla de oro que miran a los turistas con el desdén propio de los nativos.

Y es que la estatua es solo visible desde ciertos lugares de Nueva York abiertos al mar -el paseo de Brooklyn Heights, por ejemplo- o desde el mismo muelle de South Ferry, hasta donde llegan los trenes, diariamente, con su carga de turistas soñadores, un grupo siempre muy “sui generis” al que no es posible convencer de “estar” en Nueva York, sin antes ver de cerca los dedos de 735 kilogramos que sobresalen de las sandalias de este monumento, “Miss Liberty”, la señorita que cumplirá 140 años en 2026.

La estatua, pues, para quienes no la conocen, no está en los linderos de Nueva York, sino, fuera de ella, y es menester abordar un barco para ir a visitarla, viaje que dura aproximadamente veinte minutos, desde el muelle de Battery Park hasta el islote donde Gustave Eiffel, el mismo escultor de la torre parisina, erigió esta mujer de 225 toneladas de peso y 46 metros de altura, en compañía de Frederic-Auguste Bartholdi, con el brazo derecho en  alto donde porta una antorcha que es al tiempo faro para la marinería.

Este fue un regalo del pueblo de Francia a la ciudad de Nueva York, en 1886, y así quedó consignado en el museo al aire libre que todos los visitantes pueden ver antes de ingresar al interior de la estatua. Están ahí los antecedentes escultóricos de la misma, las medidas, y todo el soporte estructural y teórico que Eiffel diseñó para enviar el monumento, por partes, hasta la costa Este de los Estados Unidos.

Puede verse ahí la gran cabeza coronada, tumbada sobre un vapor, rumbo al norte de América, así como el libro que porta en el regazo y los pliegues de una túnica griega que hacen parte ya del paisaje de Nueva York.

Los barcos que prestan este servicio entre la estación del South Ferry en Manhattan y la isla de la estatua, pertenecen a la compañía Circle Line, y en su cubierta, dispuesta con sillas para los viajeros, es posible tomar una bebida o un “hot-dog”, mientras huyen por la popa las ondas espumosas del Hudson. Este es quizá el momento de la verdad para todo turista en Nueva York, pues mientras el barco avanza, el viento de la bahía y el perfume de la isla de la Manhattan, los saludos desde los taxis-botes que van a New Jersey, o los pañuelos que se agitan desde el transbordador de Staten Island, le dicen que ha llegado, que por fin está aquí, entre la postal espectacular del cristal de las torres que hacen guiños al sol, y la historia. Sí, porque lo que se respira en la borda del barco, después de zarpar de Manhattan, es historia; no solo la de la inmigración universal, sino la de la formación de los Estados Unidos.

Para llegar a “Liberty Island”, es menester navegar antes frente a la isla Ellis, cerrada durante mucho tiempo, y hoy abierta al turismo. Por ahí pasaron los tatarabuelos y bisabuelos de millones de estadounidenses; muchos venían de Italia, de Polonia, Francia, Alemania, Inglaterra, Rusia, y debían desembarcar ahí para la despiojada de rigor. Algunos llegaban gravemente enfermos después de la travesía, y debían cumplir en Ellis una cuarentena antes de ser autorizados para desembarcar en Nueva York. Tiempos en que la tuberculosis, el escorbuto y la fiebre tifoidea, hicieron estragos en Europa. Las fotos son elocuentes en el museo de Ellis: niños aferrados a las faldas de grandes matronas de pañuelo amarrado en la barbilla, hombres de miradas tristes, con un fardo de lona al hombro. Estaban protagonizando, sin saberlo, la historia de la inmigración. Hoy, está ahí el registro completo, los nombres de todos los que vinieron a “hacer la América”.

La estatua estuvo cerrada también por más de dos años, después de los atentados a las torres, pero hoy ha recuperado su “glamour”. Todos los estadounidenses contribuyeron con monedas a su remozamiento. El verdín del bronce volvió a lucir en los atardeceres. Ahora, los turistas van otra vez por su sistema nervioso central, en un ascensor veloz que los lleva por un restaurante, una tienda de recuerdos, una colección iconográfica, una exposición de fotos clásicas. Todo a gran velocidad, pues en cada grupo vienen al menos 100 asiáticos que desean filmar y decir adiós.

140 años ameritarán fuegos artificiales en la testa de la señorita más codiciada del mundo, “Miss Liberty”, ni jamona, ni retrechera.