El liberal anónimo

Leire, la fontanera y santa patrona de los desagües

Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. —Eclesiastés 1:2-18

La hermosísima Leire, fue una ninfa que bajó de la montaña con un cántaro sobre la cabeza y que se convirtió en pocos años en una fontanera principiante graduada de un master triple C, ¡y lo hizo con honores! Muy pronto se erigió como experta en expansión de cañerías y remozamientos, transmutándose sin más credenciales que su propia fe, en la llave inglesa de un partido de corruptelas y miserias. Fue una diestra atornilladora de la patria. Sin descanso ni tregua, sin pausa ni intervalo, se enfundaba su mono de trabajo, un hábito alabastrino y terso que dejaba ver las sinuosas formas de una fiel sirviente. Cuentan que era mujer hacendosa, práctica, celosa y polivalente, reparadora de fugas y obstrucciones en edificios públicos, pero también en los congresos más privados e incluso con los retretes de la mismísima burocracia. 

Leire fue el sueño más deleitable de todo el parlamento. Mujer diligente, incansable, extremadamente dedicada, pero sobre todo fiel. El partido, su única religión y la izquierda su catecismo. Su carnet era una suerte de estampita que siempre guardó bajo la almohada para rezarse a sí misma. Leire fue puntual, cumplidora e inseparable, y seguramente lo sigue siendo en lo más profundo de su corazón. Fue una forma de encarnación de la virtud liberal, pero como suele ocurrir, el poder la transformó como al vino malo que es capaz de embriagar hasta al más sobrio. Nuestra joven fontanera paso de ser una compañera pastoril y humilde, a osada, insolente, indisciplinada y desbocada. 

Probó fortuna en las salas. Entre fiscales y autoridades buscó, registró y rastreó, ofreció cambiar bañeras por duchas que incorporaban chorros masajeantes, toalleros, bancos y orinales —¡la Sauna siempre es complicada!— Se creció a sí misma, pero tan pronto como ascendió, su audacia cayó por los suelos. Sus trabajos comenzaron a ser calamitosos y en los últimos días fue incapaz de encajar una bajante con una cisterna, así que la mierda —literal y figuradamente— le llegó hasta el cuello.

La llamaron a capítulo porque alguien muy audaz la grabó y dijo sin reparos: Me quiere vender lo que yo no quiero comprar y encima me amenaza. Ella, sin embargo, sabía bien a quién servía. Siempre al más poderoso, a quien ocupa el trono del tabernáculo, al que sujeta la rosa con puño firme y además amilana al bosquecillo de los palmeros. Pero Leire no era tonta y conocía bien que “buen caballero es don dinero”, por eso, en lugar de cerrar la llave de paso decidió instalar una cañería sin sifón para dejar que el agua —y lo que no es agua— se dejase ir y arrastrase todo lo necesario. Ocurrió, como es natural, que se llevó hasta lo bueno, ¡siempre y cuando hubiesen dejado algo! Entretanto la ninfa, muy hábil, persona docta en inodoros, válvulas de seguridad y desagües, anunció su trabajo como un logro técnico. 

Creyó en el aura y también en los Santos, pero de Milagro. Ella no lo sabía y le fue creciendo el trabajo. Entró en una alcantarilla y aquello se convirtió un entramado de túneles y cloacas en donde todo era dinero, fiestas y meretrices. A todo esto se sumó una empresa internacional de fosas sépticas que contaba con múltiples delegaciones. El jefe era uno, pero Leire sabía que tenían mando los amigos del Peugeot o el mismísimo Salazar, este último un héroe aclamado por numerosas mujeres empoderadas. Al final todo evolucionó en un torrente de excrementos con afluentes, regatos y arroyos, el mismo que su jefe quiso ocultar con unas simples gotas de perfume.  Leire pensó al principio que era una protegida, pero al final se quedó sola, muy sola, porque a su primer arcángel lo mandaron al solar de los malhechores. Y así fue como su resplandor se apagó y todo comenzó a transformarse en sombras. Evidentemente Leire era una joven de la montaña, de una de las más altas y rocosas, por eso desconocía que cuando un barco se hunde las primeras que saltan por la borda son las ratas. La joven, en realidad, más que capitán solamente fue una simple aprendiz de grumete que vestía mono rojo. 

Leire intentó soliviantar todo aquel asunto con dudas y discursos, pero únicamente consiguió hostigar a sus afines, rebelar a los obedientes y provocar carcajadas en los indiferentes. Sus amigos, que eran aquellos camaradas del templo liberal, le negaron tres veces y además sin monedas. 

La joven marchó y quedó sumida en una profunda indigencia política, privada de toda jerarquía, sin albedrío y sin influencia. Fue desacreditada, relegada y abandonada, aunque, de cuando en cuando siguió soñando que recibía dulces influjos de hermosas melodías, que, en realidad, sólo fueron cantos de sirena. Esas mismas voces le hacían fantasear con volver a ser la fontanera, ascender a los cielos y sentarse a la derecha de su más grande admirado. Leire fue, sin duda, aquella juiciosa operaria que hizo mucho, tanto que un día soñó con convertirse en la santa patrona de los desagües.