Sencillamente irresistibles

La felicidad no es cosa de todos

Se dice que la felicidad es como una mariposa. 
Cuando se la persigue vuela lejos de cualquier alcance, pero si nos detenemos apaciblemente, puede ser que se pose sobre nosotros.

En Navidad, en la celebración de la venida de Jesús, que eso significa la Nativitas (nacimiento del hijo de Dios), se engalanan los pascueros con sus hermosas flores rojas, se encienden las velas y las luces de brillantes colores y los abetos y los pinos se cargan de preciosos adornos resplandecientes.

Pero, sobre todo, para los cristianos, es el momento de sacar de su lugar de reposo “el Nacimiento”, el conjunto de figuritas que rememoran la gloriosa venida de la criatura divina, que nació en un portal allá por Belén, es decir, en un establo y sobre un pesebre. 

A través de los siglos, poner el Nacimiento es rememorarla, aposentándola en nuestros corazones.

Es recrear con amor aquel momento, ayudados en la decoración por ríos de plata de papel de aluminio, patitos de barro nadando allí,  pastores cuidando a su rebaño de blancos  corderos, molineros moliendo el trigo en su molino, lavanderas sumergiendo la ropa en las aguas cristalinas, panaderos, labradores, granjeros, un barbudo San José de túnica marrón, al lado de la Virgen vestida de azul, el buey y la mula calentando a Jesús, y en el paisaje, montañas de cartón revestidas de musgo, rematadas en lo alto con la fulgurante estrella que después guió a los Reyes Magos hasta el humilde lugar elegido por Dios para venir al mundo.

Esa es nuestra tradición, y no deberíamos decir nunca “esa era nuestra tradición”, porque un país que olvida las suyas, que las sustituye por otras como por ejemplo en este caso por papá Noel, un señor bajo, mayor, muy gordo, vestido de rojo y con espesas cejas y barbas blancas, un cucurucho doblado en la cabeza, una campanilla en la mano y un trineo volador por medio de unos renos sin alas, es un país sin memoria, que desconoce aquello que celebra,

Es un pueblo inmerso en el dejar de existir adoptando maneras de cambiar su vida, arrinconando las creencias, los modos y las costumbres de los ciudadanos.

Es la demencial globalización que tratan de imponernos, abonando la falta de personalidad de los desarraigados, la carencia de rigor histórico, el desprecio a la sabiduría del ayer como referente del mañana, destrozando las propias raíces.

Además, nuestra tradición no se encuentra reñida con otras, y que cada quien haga lo que le plazca, aunque sin empujarnos al olvido, ni a sustituir ni matar la cultura autóctona, un concepto ese de la cultura, del que tanto se alardea desde la desmemoria histórica, a través de las ágrafas estancias gobernantes de nuestro país actualmente. 

Es que entonces, de convertir la navidad en un Santa Claus, un obispo del siglo IV de la actual Turquía cuya leyenda se popularizó en el mundo anglosajón, de hacerlo estaríamos aparcando el origen cristiano de la fecha, canjeándola por todo tipo de mensajes televisivos de consumo, porque en realidad, la imagen de Papá Noel tal como la conocemos a día de hoy se debe a la Coca Cola, cuando en 1931 su agencia de publicidad encargó al dibujante Haddon Sundblom crear un personaje entre lo simbólico y lo real.

Un personaje que el día 24 de diciembre llega desde el polo norte, y que a pesar de su obesidad se desliza por las estrechas chimeneas de las casas con regalos en un saco.

Pero el regalo de la felicidad es otra cosa.
Se vuelve inalcanzable para quienes solo desean triturar, destruir, deshacer, derruir las creencias,  porque ser felices es también atesorar recuerdos, revivir momentos, crear esperanza, transmitir y proteger la espiritualidad y sentirse parte de un tejido social que apuntala esas cualidades, las de nuestros mayores, las de nuestra familia, las de los nuestros, exigiendo para ellas, por lo menos idéntico, o mayor respeto, que por las de los que entran a nuestra tierra como un elefante en una cacharrería.

No se trata en estas fechas tan solo de darse atracones, ni de beber a lo loco, ni de explotar petardos ni de ostentación de estridencias, ni de brindar sin tino, si no de compartir tiempo, de añorar la ausencia de los que se fueron, y de disfrutar lo mejor, con aquellos a quienes amamos y reunimos, aunque a veces se encuentren lejos. 

Se trata pues de ensamblar corazones, de desearnos lo más de lo más y de elevar la mirada al cielo, algo infinitamente más profundo que el cliché de buenismo que tenemos en la mente como fórmula social y peliculera, ni de lo material que busca desde fuera rellenar el vació interior.

Ni de la falsa felicidad de quienes jamás podrán sentirla porque su naturaleza reprobable, avarienta, ínfima y súcuba se lo impide. Porque en definitiva no disfrutan la paz por encontrarse empeñados en afianzar el caos para perpetuarse en el poder.

Y por esa convulsión en la que se agitan, la felicidad aleteará quizás cerca de ellos, pero no se detendrá nunca sobre sus cabezas de martillo destructor y corrupto.  

Estamos en Navidad, y como aseguraba Rilke, el poeta de la esperanza frente a la adversidad: “Son felices quienes saben que detrás de las palabras huecas, esta aquello que no se puede decir”, pues os deseo a todos “que vengan tiempos mejores con menos charlatanes en el poder, de palabras huecas y mentirosas, y que sean fácilmente reconocibles. 

Os deseo tiempos mejores para ser libres, para comprender, para soñar, para meditar, para trabajar, para descansar, para alimentar la imaginación, para soportar o  disfrutar la realidad,  para ser amados, para amar, para olvidar, y para vivir”.