Cuando fuimos peces

Mirando para Cuenca: sainete escolar

Desde que se me despertó este interés por la escritura, no sé si como necesidad espiritual de liberar emociones que llevaban décadas encerradas en la lámpara, o como efecto secundario de alguna química patológica, lo cierto es que hasta ahora solo habían salido en forma de informes técnicos de arqueología e historia. Hoy, sin embargo, los recuerdos aparecen en mi mente como peces irisados en un medio lechoso, y me asalta el deseo irreprimible de contarlos. Con ayuda del teclado, claro, porque con el Parkinson encima la escritura manual se convierte en deporte extremo.

Uno de esos recuerdos me visitó esta madrugada: la broma escolar que gastamos en quinto de bachillerato a un profesor de Formación del Espíritu Nacional (FEN). Nosotros la llamábamos “Socialiyo”, por el título del manual, y porque el hombre era especialmente duro de oído.

La FEN, para situar al lector, fue una asignatura obligatoria implantada en 1953, destinada a inculcar los valores del Movimiento Nacional. Formaba parte de las célebres “tres marías” —Religión, Gimnasia y FEN—, consideradas fáciles de aprobar. Desapareció con la Ley General de Educación de 1970, aunque dejó huella en varias generaciones.

La broma fue sencilla, pero de una eficacia teatral digna de varios premios: Tony Awards, Laurence Olivier Awards, Molière o, ya puestos, los Max españoles. Aunque, siendo 1965, lo único a lo que habríamos podido aspirar era a los primeros.

Al comenzar la clase, el profesor entonó con solemnidad el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Los casi cuarenta alumnos, cómplices mudos, respondimos moviendo los labios como si fuéramos un coro celestial… pero sin emitir ni un mísero sonido.

El maestro, desconcertado, nos instó a rezar más fuerte, elevando la voz y agitando las manos como un director de orquesta en plena sinfonía sacra. Nosotros, obedientes, intensificamos el playback: venas del cuello hinchadas, rostros enrojecidos y una mímica tan perfecta que ni el mismísimo Bip de Marcel Marceau habría alcanzado semejante maestría en el arte del silencio.

La escena era tan exagerada que parecía que nuestro supuesto griterío iba a hacer temblar al mismísimo Zeus tronante. Pero no: ni un suspiro salió de nuestras gargantas. El profesor, bigotillo incluido, palideció. Abrió los brazos como antenas parabólicas, pegó las manos a las orejas intentando captar alguna vibración perdida y, con los ojos desorbitados como grietas de espanto, salió disparado hacia la enfermería convencido de que había quedado súbitamente sordo.

La algarabía posterior lo devolvió a la realidad. Regresó, supongo que aliviado, y nos castigó a todos de pie y mirando a la pared. Y así terminó la función: un profesor convencido de su sordera súbita, cuarenta alumnos mudos como peces en pecera y, al final, todos castigados. Nuestra obra maestra de ingeniería escolar: un silencio tan perfecto que ni el sistema educativo lo había previsto en sus manuales. Porque lo que pretendía era formar borregos obedientes, y nosotros lo que formamos fue un coro de mudos burlones.

La historia, al fin y al cabo, no siempre se escribe con palabras: a veces se escribe con labios que se mueven sin sonido… y con la ironía de que la disciplina nacional podía venirse abajo con un simple playback. Eso sí, como decíamos en nuestro argot colegial, nos dejó “mirando para Cuenca”.