En la vasta tradición literaria española, pocas obras ofrecen un retrato tan vívido de los oficios y de las heridas silenciosas del trabajo como el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Publicada a finales del siglo XVI, esta novela picaresca no solo dibuja la trayectoria errante de un personaje que recorre los márgenes de la sociedad, sino que también refleja con nitidez el peso físico y moral que las labores cotidianas dejaban en quienes tenían poco más que sus manos para ganarse la vida. En un tiempo en que la medicina del trabajo aún no era un saber formalizado, la literatura cumplía, sin pretenderlo, la función de crónica de lo que hoy llamaríamos enfermedades profesionales.
El universo de Alemán está habitado por artesanos, criados, mozos de carga, mendigos organizados como auténticas corporaciones de la necesidad. Guzmán observa y participa en esos quehaceres, y su relato deja entrever las dolencias propias de cada oficio. El aguador que arrastra cántaros por cuestas imposibles sufre dolores de espalda que se vuelven crónicos; el cocinero respira durante años los humos de una cocina que ennegrece los muros y también sus pulmones; el carpintero vive rodeado de polvo y astillas que irritan ojos y garganta; las sirvientas padecen agotamiento permanente, inflamaciones en las manos y articulaciones deformadas por las tareas repetitivas. Nada de esto se enuncia con la precisión técnica de la ciencia, pero aparece en la textura del relato, como parte inseparable de una vida marcada por el esfuerzo.
La picaresca, con su mirada cercana a los estratos más humildes, se convirtió así en un testimonio involuntario de la realidad laboral de la época. En el siglo XVI no existía todavía un concepto de “salud ocupacional”, pero los males derivados del trabajo eran reconocidos en la experiencia diaria. La enfermedad no era un hecho abstracto, sino una presencia constante que acompañaba al trabajador igual que sus herramientas. Y la literatura, al fijar estas escenas, las convirtió en memoria colectiva.
Un siglo después, estas observaciones dispersas comenzaron a tomar forma sistemática en manos de Bernardino Ramazzini, cuyo De Morbis Artificum Diatriba (1700) suele considerarse el primer gran tratado sobre enfermedades profesionales. Ramazzini enumeró con claridad las dolencias propias de cada oficio, desde los mineros expuestos a vapores tóxicos hasta los escribientes que padecían problemas de visión y postura. Lo que en la novela picaresca era un retrato humano y moral, en Ramazzini se convertía en disciplina médica. Sin embargo, ambos mundos —la literatura y la ciencia— comparten un mismo impulso: reconocer que el trabajo deja huellas, a veces visibles, otras silenciosas, pero siempre profundas.
Mirar hoy al Guzmán de Alfarache desde la perspectiva de la salud laboral permite descubrir cómo la sensibilidad de Mateo Alemán captó, sin herramientas científicas, las consecuencias físicas de un sistema productivo duro y exigente. Lo que para el lector del Siglo de Oro era parte de la condición humana, para el lector contemporáneo puede leerse como un testimonio temprano de los riesgos del trabajo precario. En un mundo donde las enfermedades profesionales siguen siendo un asunto de interés público —desde los trastornos musculoesqueléticos hasta el impacto psicológico de determinadas ocupaciones—, estas obras antiguas nos recuerdan que la relación entre el oficio y la salud viene de lejos.
Así, la literatura no solo entretiene o instruye: también conserva las huellas de quienes vivieron antes. Y quizá sea ahí donde literatura y sanidad se dan la mano: en ese empeño común por comprender al ser humano en su vulnerabilidad. La primera lo hace narrando vidas concretas; la segunda, aliviando sus heridas.