“Zaragoza no se rinde”. La frase, que muchos recuerdan en los billetes de mil pesetas, no es solo un lema: es un río que nunca se seca, un murmullo que atraviesa generaciones. Nació en la pluma de Benito Pérez Galdós, cuando en sus Episodios Nacionales narró los Sitios de 1808 y 1809. Allí escribió: “¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga. Zaragoza no se rinde. La reducirán a polvo… pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde”.
El Banco de España eligió la forma breve, pero cada billete era como una gota que repetía la memoria de un pueblo. Millones de manos lo sostuvieron, y con él, sin saberlo, sostuvieron también un símbolo de dignidad.
Pero la resistencia zaragozana no brotó de la nada. Antes, otros pueblos ibéricos habían defendido su libertad como peces que nadan contra la corriente. En el 153 a. C., Segeda levantó murallas más altas de lo permitido, y Roma respondió con legiones. La chispa encendió las Guerras Celtibéricas, que se prolongaron hasta que Numancia, en la actual Soria, se convirtió en roca contra el oleaje.
Numancia resistió hasta el límite. En el 133 a. C., Escipión Emiliano la cercó con siete campamentos y un muro de nueve kilómetros. Frente a 60.000 soldados romanos, apenas 4.000 numantinos aguantaron meses de hambre. Muchos eligieron la muerte antes que la rendición. Su caída fue un mito, un canto de peces que prefieren hundirse en las aguas antes que ser atrapados.
Siglos después, Zaragoza recogió esa herencia y la llevó más lejos. Por primera vez en la historia, la población entera —hombres, mujeres y niños— se enfrentó en las calles al invasor. No hubo murallas que capitularan: hubo cuerpos, hubo manos, hubo voces que se alzaron como un río desbordado. El precio fue terrible: la mitad de la ciudad pereció entre heridas y enfermedades. Sus restos descansan en la arboleda de Macanaz, a orillas del Ebro, donde una fosa común guarda silencios que nunca han sido dignificados.
Quizá no haga falta. Porque cada vez que el cierzo sopla sobre el río, cada vez que la memoria nos devuelve a aquellos días, sentimos que seguimos siendo peces: criaturas que prefieren nadar contra la corriente antes que rendirse. Y en la voz de los zaragozanos, en los momentos difíciles, vuelve a escucharse el mismo murmullo, como agua que no cesa: Zaragoza no se rinde.