Prisma Internacional

¿La Paz para nuestro tiempo?

El 30 de septiembre de 1938, en su discurso sobre el Acuerdo de Múnich firmado por Francia, el Reino Unido, Italia y Alemania para aplacar las ansias imperialistas de Hitler entregando los Sudetes checoslovacos sin ni siquiera haber conversado con Checoslovaquia, el primer ministro británico de entonces, Neville Chamberlain, anunció solemnemente que lo rubricado con el sátrapa alemán significaba la “paz para nuestro tiempo”. Pero se equivocaba Chamberlain, tan solo había firmado un papel que no tenía ningún valor para Hitler, quien ya tenía en mente la conquista de toda Europa, el extermino de todos los judíos europeos y, llegado el caso, el ataque traicionero al Reino Unido, tal como ocurrió después. 

Así fue y muy pronto se cumplieron los peores pronósticos. Unos meses después de la firma del Acuerdo de Múnich, Hitler, el 14 de marzo de 1939, ocupa Checoslovaquia e impone un protectorado para Bohemia y Moravia, a la vez que crea un Estado títere de corte fascista en Eslovaquia, que sería aliado de la Alemania nazi hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. El 1 de septiembre de 1939, en un ataque tan esperado como brutal, Alemania agrede y ocupa Polonia en apenas cuatro semanas. Abandonados por todos y traicionados por Rusia, que se suma al ataque alemán ocupando una parte del país que se había adjudicado mediante el famoso pacto Molotov-Ribbentrop, los polacos ofrecieron una tenaz e inútil resistencia que no evitó la caída del país en manos de los nazis. Comenzaba una de las etapas más oscuras y siniestras de la historia de Polonia, pero también de Europa.

Ahora, cuando examinamos con pavor la nueva paz de nuestro tiempo que ofrece Trump a Ucrania para poner fin a la guerra, observamos que no hemos aprendido de la historia. El acuerdo de paz ofrecido a los ucranianos es el cumplimiento casi exhaustivo y exacto de los planes de Putin para Ucrania, tal como ha reconocido incluso el Secretario de Estado norteamericano, Marco Rubio, en una reunión informal con senadores norteamericanos a los que les comentó que era una “lista de deseos” de los rusos. 

Putin consiguió tras tres años de haber impuesto una injusta guerra de agresión a Ucrania casi todo lo que deseaba. Se legitimaría mediante la fuerza bruta la anexión de la península de Crimea, anexionada en el año 2014, que sería considerada “legal” por los Estados Unidos, y de las cuatro provincias ucranianas anexionada por Moscú -Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia-. También Putin impone a Ucrania el veto para no ser incluida en el futuro en la OTAN, dejando a este país en una suerte de limbo geoestratégico y a merced de una hipotética y no descartable nueva agresión rusa.

En definitiva, el acuerdo todavía no aceptado por Ucrania premia al agresor, legitima sus conquistas territoriales, no impone sanciones ni reparaciones por los daños causados y los crímenes perpetrados y deja a Ucrania tullida, desarmada, finlandizada y con un 20% de su territorio en manos rusas. Millones de ucranianos se verán obligados a vivir bajo la satrapía rusa sin  haber sido siquiera consultados acerca de su suerte, en un hecho político insólito, lamentable e inaceptable que supera todo los límites de lo que debería haber sido un acuerdo mínimamente sujeto a unas reglas morales y éticas. 

La nueva paz de nuestro tiempo se ha hecho a la medida de Putin sin contar con los europeos ni con Ucrania, en un gesto fríamente medido para humillar a la Unión Europea (UE) y a sus líderes y, de carambola, como en el billar, cumplir con el programa nada secreto de sátrapa moscovita para apoderarse de Ucrania, o al menos neutralizarla para siempre. Esta supuesto final de la guerra, por mucho que lo pretenda presentar como un gran éxito diplomático y político que le lleve al deseado Nobel de la Paz a Trump, no será ni duradera, ni justa, ni noble, sino todo lo contrario: una claudicación en toda regla de los más elementales principios justos que deberían regir las relaciones internacionales. Y, al igual que ha ocurrido con la paz de Gaza, está destinado a un seguro naufragio en cuanto choque con la cruda realidad sobre el terreno y sempiterna brutalidad rusa. La paz de nuestro tiempo, al igual que en 1938, es una farsa condenada al fracaso, muy a pesar del sonriente y bobalicón Marco Rubio, nuestro Chamberlain del siglo XXI.