Estos días de otoño proyectan en las salas de cine la última versión del clásico de Bram Stoker, Drácula. Es innegable que Drácula es un personaje fascinante, al que envuelve un velo de seducción que atrapa a los espectadores más allá de la catadura moral del individuo. Sus adeptos son incapaces de ver la realidad que tapa el embaucador de afilados colmillos.
En España, tenemos otro personaje que, como el príncipe Vlad de Valaquia, está empeñado en chuparnos la sangre a todos los ciudadanos. Ya habrán colegido que se trata de Pedro Sánchez, presidente del Gobierno y, a la sazón, vampiro progresista en funciones. Porque sí, el actual ejecutivo está maniatado para el ejercicio de sus competencias, carece de presupuestos y no puede presentar ningún proyecto de ley al no contar con el respaldo de la cámara.
El otro Drácula, el de Luc Besson, director de la nueva versión, nos muestra la faceta más sentimental del chupasangre, la del vampiro enamorado. El hematófago tiene el corazón contrito al perder a su amada. Es otro paralelismo con Pedro Sánchez, pero en el caso del líder socialista, él solo está enamorado del poder. No ama a su princesa (señalada por un presunto delito de intrusismo), ni a sus colaboradores (todos ellos enemigos de España. La última felonía es que Sánchez se reunió en secreto con Otegui para pactar la moción de censura con que llegaría al poder), ni a nadie que sea de carne y hueso, su única y enfermiza obsesión es conservar la supremacía a costa de asolar nuestro Estado de derecho.
El vampiro Sánchez está dejando un país desangrado, no hay transfusión de sangre política que anime el cadáver en que se convertirá la democracia española si el sanchismo continúa en el poder. Los siete años y medio de su gobierno nos han caído encima como si fueran siglos, una losa de corrupción y envilecimiento moral que costará mucho levantar. Drácula renegó de Dios. Pedro Sánchez, amén de renegar de Dios, reniega de sus prójimos; salvo, claro está, de aquellos que le adulan como a un mesías; siendo como es, un remedo de demonio.
En la película de Luc Besson, Drácula, tras dejar múltiples fiambres a sus espaldas, tiene un momento de sensatez y, en aras de salvar de la condenación eterna a su amada, sacrifica su inmortalidad. Nuestro vampiro monclovita, lejos de alcanzar ningún vislumbre de sensatez, condena a todo el país con intención de perpetuarse en el poder. Castiga la democracia y la encierra en su castillo de bulos, se mofa de quienes discrepan, se relame las gotas de sangre que le resbalan de la comisura de los labios, restos de la última mordida, mientras sus camaradas le limpian los colmillos.
Hace tiempo que Sánchez se ha convertido en un espectro que vaga por un relato construido a mayor gloria del personaje. Como Drácula, pena cada día aupado a su frustración, bufonea sin gracia, embiste al vacío, demacrado ante el cariz que toman los acontecimientos. No me extrañaría que durmiera en un ataúd, con una estaca cerca por si, acorralado por esa justicia que desea controlar, decide inmolarse.
Lo cierto es que la sangre fresca vivifica al vampiro. Espolea su ansia de venganza, alienta su particular guerracivilismo. La sangre que consume Pedro Sánchez es la que se derramó hace casi un siglo, sangre vieja y oscura, como la España que recupera el presidente para distraer la atención del pueblo. La paradoja es ver cómo él mismo se desangra con cada nuevo caso de corrupción. El que se autoproclamó regenerador de la sociedad no es más que un vampiro político, un degenerado que ansía hincarle el diente al cuello de la soberanía popular en favor de una autocracia diseñada a su medida.
Drácula y Sánchez; Sánchez y Drácula, dos vampiros sin escrúpulos. Con una notable diferencia: Drácula es un vampiro de ficción, inofensivo. Y Sánchez es un peligro real, un presidente absolutista capaz de cualquier cosa por preservar el cargo. Urge un cambio de gobierno, la expulsión de Sánchez de la escena pública es una cuestión de supervivencia moral, pero, de momento, la incertidumbre manda, no sabemos cuándo ni cómo le llegará el estacazo final.