La presencia de las drogas de abuso en la literatura del siglo XX no es solo un motivo narrativo: es una ventana privilegiada para comprender cómo las sociedades modernas han mirado la adicción, la enfermedad y la fragilidad humana. En un tiempo en que la medicina avanzaba hacia una concepción más científica de la dependencia —y se alejaba poco a poco del juicio moral—, muchos escritores encontraron en estas sustancias un territorio fértil para explorar la identidad, el sufrimiento y la frontera entre libertad y destrucción. Ya en 1919, Valle Inclán en su Pipa de Kif, decía: “Y aprendí yo a ser malevo / en esta era argentina / de socialismo y de cocaína”.
Uno de los testimonios más reveladores es el de Jean Cocteau, cuyo Opium: Diario de una desintoxicación muestra cómo un artista transforma la experiencia clínica en materia poética. Lejos de la exaltación, Cocteau registra los temblores, la ansiedad y el insomnio con la precisión de quien sabe que está documentando una enfermedad; y, sin embargo, su prosa conserva el brillo estético de un autor que no abandona la dimensión espiritual de la lucha contra la dependencia. Este equilibrio entre lucidez médica y sensibilidad literaria lo convierte en un punto de partida ideal para cualquier reflexión sobre drogas y cultura.
En el extremo más duro se encuentra William S. Burroughs, cuya novela Junkie introdujo por primera vez en la narrativa anglosajona una representación casi “clínica” de la adicción a la heroína. Burroughs habla de tolerancia, de abstinencia, de ajustes de dosis y de degradación física con una frialdad calculada. Su relato, nacido en la periferia social, anticipó una idea hoy plenamente asumida: que la adicción no es una desviación moral, sino una enfermedad con mecanismos fisiológicos definidos. La crudeza de Burroughs sirvió de espejo para una sociedad que empezaba a reconocer ese hecho.
Al otro lado del espectro se encuentra Aldous Huxley, quien, en The Doors of Perception, aborda la mescalina desde un enfoque ordenado y reflexivo. Huxley observa la experiencia con atención casi experimental: habla de dosis, de tiempos, de fases de percepción y de recuperación. Pero no se queda ahí: conecta la vivencia con ideas sobre el arte, la filosofía y la psicología. Su mirada científica y estética contribuyó a abrir en los años cincuenta un debate internacional sobre el valor terapéutico de los psicodélicos,- palabra aceptada de la usada inicialmente en farmacología, que es psicodisleptico - mucho antes de que la investigación contemporánea recuperara este interés.
En el ámbito hispánico, la relación entre literatura, droga y enfermedad aparece con especial fuerza en Leopoldo María Panero, poeta marcado por internamientos psiquiátricos y por una visión trágica de la lucidez. En su obra, la droga no es un objeto de fascinación, sino un símbolo de caída y vulnerabilidad, entrelazado con la figura del “enfermo” como personaje central de la modernidad. También en el mundo lusófono, autores como Al Berto —poeta portugués de finales del siglo XX— integraron la experiencia con sustancias, el deterioro y el malestar físico como elementos inseparables de una sensibilidad marginal y nocturna, profundamente humana.
La literatura del siglo XX no solo reflejó la realidad sanitaria de su tiempo: ayudó a moldearla. A través de estos autores, la sociedad empezó a comprender la adicción como una experiencia compleja, donde biología, entorno, historia personal y sufrimiento conviven. En sus páginas, las drogas dejan de ser un tabú y se convierten en un espejo de la condición humana, recordándonos que detrás de cada diagnóstico hay siempre una vida que busca, tropieza y, a veces, se recompone.
Y, sin embargo, al asomarnos al siglo XXI, resulta llamativo comprobar que la presencia de las drogas de abuso como tema literario central se ha ido desvaneciendo, excepto en narrar cuestiones relacionadas con el narcotráfico, o con la mala utilización comercial de medicamentos que producen adicciones.
La narrativa contemporánea se orienta hacia otros asuntos: la identidad digital, la ansiedad social, la familia fragmentada, la crisis ecológica. Las drogas siguen existiendo en la realidad, pero ya no ocupan el lugar simbólico que tuvieron en el siglo pasado. Incluso autores jóvenes que escriben sobre malestar y precariedad rara vez recurren a las sustancias como núcleo temático. Todo indica que la literatura trató las drogas con especial intensidad en un momento en que la modernidad estaba redefiniendo sus límites.
Hoy, quizás porque el problema se percibe más gestionado médicamente o menos ligado a una épica de la transgresión, las drogas han perdido su centralidad narrativa. Así, el siglo XX queda como el gran laboratorio literario de la adicción: un fenómeno que, por ahora, parece circunscrito a aquel tiempo en que la enfermedad, la cultura y la palabra escrita encontraron en las sustancias un diálogo irrepetible.