Cinco sentidos

Debajo del barro

Aún recuerdo el pitido de alarma en mi móvil, aquel tardío aviso fatal del 29 de octubre de 2024. Recién llegado a Torrent, nada me había preparado para lo que vendría. 

Eran cerca de las 20 horas. A través de la ventana solo podía observar una nube  que giraba, sin lluvia, o apenas una llovizna leve. El mensaje en el teléfono advertía no salir de casa por la amenaza de una tormenta fuerte. Luego todo se confunde  en mi memoria: el corte de luz, de internet y, en la madrugada, también la caída del servicio telefónico y del agua. 

Al día siguiente, ni luz, ni agua, ni nada. Solo silencio. Un helicóptero giraba incesante. Desde la ventana de la cocina se veía flamear la bandera de Valencia sobre la Torre de Torrent. Sin respuesta alguna, me atreví a bajar. Me encontré con una columna de gente avanzando hacia “El Ficus”, el lugar emblemático donde  comienza la Avenida Al Vedat, frente al Ayuntamiento. 

La escena parecía sacada de una película apocalíptica: brazos alzados buscando señal en los móviles, rostros tensos intentando comunicarse. Entre el tumulto,  escuché hablar del desborde del Barranco del Poyo, de personas atrapadas en garajes y autopistas. 

No haré un decálogo del desastre ni de las decadentes respuestas de algunos gobernantes. Pero debo destacar la gran actuación de la alcaldesa de Torrent, que estuvo a la altura de las circunstancias y coordinó eficazmente la labor de las fuerzas públicas y voluntarias, dando respuesta inmediata a los dramas de su  comunidad.

Como alguien que trabaja en los medios, decidí priorizar el respeto por el dolor antes que la abundancia de imágenes. Preferí escuchar el sentir del pueblo. De un  país que abre el corazón a quien lo necesita. 

Aquel día, todo era incierto. Pero para un argentino recién llegado, Torrent se volvió hogar. Descubrí esa humanidad maravillosa que, en tantos rincones del mundo,  aún está dispuesta al sacrificio por el otro. Entendí que ser valenciano no depende  del lugar de nacimiento, sino de ese barro que, aunque arrastró vidas, también  mostró la fuerza de una tierra donde se forjan almas de colores y lenguas  diferentes. 

No fue ese día cuando lo comprendí por primera vez, pero sí cuando lo sentí más  profundamente: los corazones humanos laten de forma parecida. Ese octubre, tras la DANA, volví a recuperar la esperanza en una humanidad que creía perdida entre guerras, vanidades y egoísmos. 

El mundo que soñaba no había desaparecido. Solo estaba oculto debajo del barro, como las hojas que se esconden en invierno.