La mirada del centinela

La tristeza del mono

Si uno se cuestiona qué nos hace singulares, como humanos, al resto de las especies que habitan el planeta, podemos llegar a una conclusión aparentemente simple, pero acertada: nuestro factor diferenciador se basa en que los humanos, con más frecuencia de la deseada, solemos estar tristes.

Nuestros continuos anhelos, nuestras expectativas, la incertidumbre de no saber vivir el presente sin la amenaza de un futuro inexistente y la sombra del pasado, nos dificulta el tránsito por la vida. La angustia vital del ser humano opaca la luz de esa otra vida que corre paralela a nuestros deseos. La vida del reposo mental, de la pausa contemplativa, del encuentro con la esencia de lo que somos, primates con capacidad de raciocinio; pero, casi siempre, mal empleado.

La ciencia se pregunta dónde está la respuesta al enigma de nuestra excepcionalidad. La inteligencia, claro, nos dota de esa supremacía que nos constituye como una especia única. Sin embargo, tras las investigaciones sesudas y los parámetros de la evolución, nos damos de bruces con la realidad última del Homo Sapiens: somos monos tristes que pensamos demasiado en cosas intrascendentes y dejamos las reflexiones trascendentales orilladas en el marco de un sistema que nos obliga a competir, a producir, a correr más deprisa, a no confiar en el prójimo y enfrentarte al espejo que nos escupe decepciones en la cara.

La singularidad humana nos sitúa en el disparadero de una selección natural insolidaria. La razón, esa facultad de pensar, de saber discernir lo conveniente, queda sometida a la agitación mental de los falsos estímulos que la mente diseña, fantasmas sin otro argumento que la ansiedad que supone creerlos reales. Es más que aconsejable colocar el foco en esa virtud que el ser humano acostumbra poco a poner en práctica: la moral. Sin ella, nos convertimos en simples monos tristes que vamos acelerados porque así lo dicta un algoritmo ilusorio, el establishment de turno que nos empuja a participar en una carrera estúpida hacia la nadería intelectual y social. Somos algo más que simios afligidos, debemos entender la evolución de la especie como una condición inexcusable que fija el tiempo, no como hartazgo mental ante la nueva circunstancia tecnológica que anula conciencias y equipara, en la franja más baja de la inteligencia emocional, los mecanismos de defensa psicológicos con los que la naturaleza nos ha dotado. De no ser así, la permanente insatisfacción del ser humano será una de las señas de identidad de nuestra especie. Hay que comprometerse con la unicidad más preciada de la humanidad, su valor como género particular se asocia a nuestra capacidad de sentir compasión, amén de otras emociones propias del ser humano.

Es de lamentar que nuestra peculiaridad más distinguible, que el rasgo universal que nos separa de otras especies, sea la tristeza. La ansiedad existencial se empeña en caminar adosada a nuestros pasos por la vida. Ante ese derrotero imaginario, tomemos conciencia de la alternativa que nos brinda el sencillo hecho de sabernos seres con capacidad de discernimiento. Empleemos de manera práctica nuestra sensibilidad, seamos egoístas como individuos para construir un colectivo mejor, un mundo donde prime solo un anhelo, el anhelo de amor, por encima del aislamiento a que nos condiciona el modo de vida actual, la engañosa evolución de escenarios virtuales e informaciones sin filtro, de prisas y discutible productividad. Hagamos menos el mono, sepamos ver el envés de la tristeza.