Resulta fácil recordar —no ha pasado tanto— que fue en el otoño de 2016 cuando el Partido Socialista se vió obligado a nombrar una Comisión Gestora para dirigir la organización con criterio y alejada de las estrambóticas posiciones que, en aquel momento, planteaba el secretario general Pedro Sánchez.
Por hacer un poco de memoria, hemos de recordar que habían sido las elecciones generales y no se había conseguido formar gobierno. En esa tesitura, los socialistas tenían tres alternativas:
1.- Gobernar con todo el entramado existente a su izquierda. Es decir, armar una coalición con nacionalistas, independentistas, comunistas, regionalistas, filoetarras, separatistas, etc.
2.- Abstenerse en una hipotética votación para el nombramiento de Rajoy.
3.- No investir al candidato del Partido Popular e ir a unas terceras elecciones generales en un año.
Ni que decir tiene que el planteamiento de la dirección del partido, ya dirigido desde hacía dos años por Pedro Sanchez, era la primera. Sí, la que luego y malhadadamente fue bautizada como «coalición Frankenstein».
Se hizo patente, para escándalo de los barones regionales y los militantes socialistas menos radicalizados, que aquel joven secretario general quería gobernar al precio que fuera y con quien fuese. Era un hombre ávido de poder, sin escrúpulos y dispuesto a lo que hiciera falta con tal de acceder a la Moncloa. Un «tipo peligroso», se decía entre ellos.
Y como Sánchez vio que no podría salirse con la suya dada la correlación de fuerzas que había dentro del partido en aquel momento, pues, en una maniobra típica —de las que desgraciadamente hemos podido comprobar usa sin recato ni mesura—, tomó la decisión de que lo mejor era sustituir a los militantes que no le daban el parabién a sus pretensiones. Y para ello la fórmula era convocar un Congreso Extraordinario. Claro, capitaneado desde Ferraz y con unos compromisarios afines a él, seleccionados por él y seguidores acérrimos de sus planteamientos —tipo Patxi, Lastra o Puente, por citar alguno—.
Pero fueron los propios compañeros socialistas y en primer lugar los barones regionales —Lambán, García Page, Susana Díaz, Ximo Puig, Fernández Vara y Javier Fernández—, conocedores del paño y escandalizados por aquella deriva extremista, quienes detectaron de inmediato la maniobra sesgada y torticera de aquel peligrosísimo compañero y, naturalmente, se opusieron a sus pretensiones.
Y fue en un Comité Federal —órgano máximo de dirección de los socialistas— mientras se estaba debatiendo la fórmula a adoptar respecto al Congreso Extraordinario, en una reunión que duraba ya más de once horas, cuando el propio Sánchez y los suyos, en una jugada mafiosa de trileros y más identificada con la familia Corleone que con una organización como el PSOE —supuestamente democrática—, sacaron una urna y, sin que nadie hubiera apoyado ese proceso ni la mecánica de votación —¡solo la decisión unilateral de Sanchez y su camarilla!—, comenzaron a meter papeletas en la misma sin que tal proceder se hubiera adoptado reglamentariamente, sin ser controlado el proceso por la mesa del Comité Federal y sin que nadie comprobara cuántas papeletas se introducían en la urna. Lo dicho, solo faltaba Lucca Brassi en aquel contubernio orquestado por Sánchez y su banda. Por cierto, con personajes de fenotipos similares al citado, pues allí estaban Ábalos, Koldo y Cerdán jugando un papel estelar.
Surgieron de inmediato las protestas.
No había garantías democráticas para aquella votación y, en un esperpento difícilmente calificable, se evidenció además que la urna estaba medio escondida tras unas cortinas y custodiada solo por sus afines. Con todo, Sánchez hizo caso omiso y mandócontinuar la votación.
En aquel momento se acabó la paciencia de los críticos —era la mayoría en el Comité Federal— y comenzaron los gritos de «pucherazo» y «sinvergüenza» en un tumulto como ninguno de los presentes había vivido jamás en dicho órgano de dirección.
Y, dado el punto insoportable al que Sánchez había llevado al partido, se propuso, por parte de la mayoría del Comité y mediante firmas conseguidas de inmediato, una moción de censura contra su Secretario General, Sánchez. No se podía permitir aquel atropello antidemocrático que acababan de vivir y, lo más grave, orquestado por el máximo dirigente, Pedro Sánchez.
Este, viéndose entonces acorralado pero aún dando coletazos de resiliencia —aunque aún el palabro no se había popularizado—, propuso, en una maniobra desesperada para evitar dicha censura, una votación abierta sobre el Congreso Extraordinario con el compromiso de dimisión si no se aceptaba su planteamiento. Y así fue y así ocurrió: tuvo que dimitir —o, dicho de otra manera, le echaron por la puerta de atrás, ¡por infame, indigno y tramposo!—.
Lo que no percibieron entonces los dirigentes del partido era que el tipo tenía, como la Hidra de Lerna en la mitología griega, varias cabezas y, allí en aquel Comité Federal, solo le habían cortado una.
Las fuerzas sanas —vamos a calificarlas así— no se dieron cuenta entonces de que alguien sin escrúpulos, sin moral ni principios, ávido de poder y patológicamente envanecido de su propio ego, era capaz de lo peor. En su ira —imagino hoy cómo se le pondrían entonces los maseteros—, prometió que volvería y volvió. Pero con el cuchillo entre los dientes para cobrarse venganza de aquellos que le habían humillado y expulsado. ¡Y de todos los españoles, aunque aún muchos no se hayan enterado!
Lamentablemente y tras ver este escandaloso currículum del personaje, solo puede inferirse que sí, que Sánchez Castejón es un hombre peligroso. Y tal como sugieren los psicólogos, individuos así no suelen tener límite en su ansia irrefrenable de poder y, heridos, aún se tornan peores e incontrolables.
¿Lo narrado no les hace visualizar una desquiciante realidad que a diario leemos en los medios de comunicación acerca de este despreciable sujeto que se mueve entre fangos, mentiras, lodos, corrupciones y con todo su entorno investigado?
Pues, a modo de conclusión, dado que no hay Comité Federal ni habrá Congreso Confederal que hoy le pueda parar los pies, hemos de inferir que solo podrá hacerlo España, esta gran nación que él se empeña en destrozar —en un odio enfermizo que no sé de dónde le viene—, quien erradique, como hizo Hércules, a esa malvada Hidra que, de otra suerte, nos arrastrará a todos al abismo, al dolor y a la destrucción