¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?

«¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?» Cicerón pronunció esta famosa frase en su I Catilinaria, contra un personaje, Catilina, harto ya de engaños y maquinaciones.

No hay día en el que la prensa no nos sorprenda con un nuevo escándalo, a cada cual de mayor magnitud y conmoción dentro y fuera de España. Paradójicamente nuestra resistencia -resiliencia que diría el de siempre- nuestra paciencia y nuestra intolerancia al embuste, no resiste tanto, sin embargo, cuando se proyecta sobre relaciones más estrechas. Así, las familiares, las derivadas de la amistad o incluso de la menos comprometida relación humana. Y no digamos ya si se proyecta sobre una relación laboral, empresarial o de negocio o de administración mercantil. Es sabido que en todas ellas las consecuencias resultan siempre funestas y las ocasiones de “redención”, como es natural, no se dan apenas y sí y en cambio y en su lugar consecuencias de índole personal y acaso patrimonial de gravedad.

¿A qué viene esta indulgencia entonces? ¿A qué esa distinción en el rasero de medir? ¿A qué y por qué dispensar a un político un trato más indulgente que al de un propio familiar, conocido o amigo, dependiente, o profesional? ¿Por qué, además, algo no puede dejar de ser censurable, por las buenas, por el simple hecho de no ser un delito?

¿Puede o debe tolerarse a un amigo, a un familiar, a un subordinado o a un administrador de cualquier negocio, un cambio súbito de parecer y un inesperado regate en lo que afecta al cumplimiento leal de sus obligaciones y compromisos? ¿Pueden alegremente desentenderse de sus obligaciones personales y legales sin consecuencias? ¿Puede nuestra confianza en ellos verse resentida una tras otra vez sin reacción de ninguna clase?

Bien parece que no. Y, sin embargo, se admite y tolera galanamente en el político, en el entendimiento -seriamente cuestionado en otros tiempos- de que no es un mandatario de quien lo elige y de que, por toda responsabilidad y desigualmente con lo que sucede con el resto, ellos tan solo responden ante sus electores y ante sus gobernados si su conducta se integra en un tipo penal (apropiación indebida, cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, blanqueo de capitales, etc.). Y que, en otro caso, la consecuencia se constriñe a eventualmente no renovar su candidatura en las siguientes elecciones.

Pues bien, con la única excepción de la responsabilidad civil derivada de la penal o de ambas, cuando se llega a tal extremo, nada ocurre y las felonías se acaban desdibujando con el tiempo en la medida en la que otras nuevas las sustituyen. El calibre del desaguisado se mide exclusivamente por lo noticiable del suceso, como si de tan solo de eso se tratase, llenando súbitamente ríos de tinta en los periódicos y protagonizando tertulias televisivas. Y pierde después interés y deja de ser noticiable en la medida en la que le suceden otros nuevos escándalos noticiables, restando importancia y convirtiendo en efímero lo sustantivo con el solo vertiginoso devenir del tiempo.

Frente a ello, el uso y abuso del recurso a la jurisdicción ordinaria conduce a dos consecuencias, a cual peor. La primera, que lo que no acaba siendo delito, elimina cualquier atisbo de “dudosa conducta” en sus responsables, convirtiendo en prácticamente una “buena acción” o, cuando menos, en algo “tolerable”, aquello que ha pasado el filtro de una instrucción penal y concluido con un archivo y sobreseimiento o con una sentencia absolutoria. Y, la segunda, en un sobredimensionado hábito de acudir a la jurisdicción hasta agotarla, cuando es sabido que la jurisdicción penal se fundamenta en el principio de mínima intervención y de “última ratio”.

En definitiva: que si se encausa o condena a alguien, cuando además la firmeza de una condena llega ineluctablemente siempre tarde, parece ser esta la única manera -única- por la que merece entonces un claro reproche social; y que, por el contrario, si tal condena no llega, el reproche a aquella conducta queda simplemente en “agua de borrajas”, cuando no en la práctica “beatificación” de quien otrora resultara investigado.

Y ello no deja de ser inicuo y absurdo, en la medida y en el entendimiento de que a tal extremo no es preciso llegar cuando se trata de agravios proyectados en el entorno de vínculos más cercanos. Algo falla y mucho cuando la conciencia social tolera a la clase política cambios de parecer, virajes y escándalos sin atribuírseles consecuencias de ninguna clase, más allá de las que sean resultado de actuaciones judiciales, y, para más señas, penales.

Ha llegado ya el momento -llegó ya hace mucho tiempo, pero llevamos demasiado ya mirando para otro lado- de tratar a los políticos, sencilla y llanamente, como a cualquier otra persona de nuestro entorno, sin tolerar, una y otra vez, el ninguneo y la defraudación de la confianza. O a la que han llegado a través de turbias y ocultas componendas con la exclusiva finalidad de “detentar” (según la RAE: retener o ejercer ilegítimamente un poder, cargo público o cualquier bien que no le pertenece a uno, lo que viene como anillo al dedo al caso), el mandato legislativo que no le concedieron las urnas.

Dejemos de jugar -de una vez por todas- a criminalizar las conductas que notoriamente afrentan a la ética más elemental y acudir y saturar los tribunales con el fin de hacer que los pronunciamientos condenatorios sean exclusivamente los que determinen la correcta actuación -o no- de nuestra clase política. Retornemos ya de una vez por todas a la ética y a los valores ínitos en la conciencia de todos. Lo que no es delito -máximo umbral del daño protegido por el Derecho- puede también y manifiestamente resultar censurable y no ser de recibo, exactamente igual y por el mismo camino de lo que sucede de ordinario con el resto de nuestras relaciones humanas, de cualquier clase que sean. Y tal responsabilidad es y ha de ser más que suficiente como para llegar a la dimisión o remoción de cualquiera. Despertemos de una vez de esta anestesia y llamemos a las cosas por su nombre.