Si hay una constante en la Historia es el cambio. Solo hay que ver esas estadísticas que se publican sobre cuantos años hubo de paz en naciones e imperios frente a los que hubo de guerra. Se dice por ejemplo que en el imperio romano la única paz de verdad fue la Pax Augusta, y aun así esa resultó ser falsa, porque mientras Octaviano mandaba cerrar el templo de Jano se venía con su yerno Agripa a Segisama (Sasamón) a hacer una guerra de exterminio contra los cántabros y astures de Hispania. Más reciente, se ha hablado de la Pax Hispánica, de la Pax Británica o de la Pax Americana: solo hay que rascar un poco -y a veces ni eso-, para ver cómo los conflictos y los cambios forman parte esencial de la Historia, como ya describía el mito de Penélope.
Hay que ser muy valiente sin embargo para identificar cambio con progreso. Que el cambio ocurre es innegable, pero saber si ese cambio representa progreso requiere algo más de perspectiva. Ya sabemos que el camino del Infierno está empedrado de buenas intenciones, por lo que a los políticos no se les debe juzgar por lo que dicen, sino por sus resultados, y sino que se le pregunten a Irene Montero; o como dice el Evangelio: por sus frutos los conoceréis.
Darwin entendió maravillosamente la diferencia entre cambio y progreso cuando plagió las ideas de Malaspina y escribió la teoría de la selección natural y el origen de las especies: cambios y mutaciones en su mayoría aleatorias ocurren continuamente en individuos de cada especie. Cuando un cambio ayuda a la supervivencia, ese individuo tiene más posibilidades de pasar su ADN -y por tanto esa mutación favorable- a su descendencia, mutación que podrá así llegar a formar parte del acervo genético de la especie, mientras que otros cambios neutros o no favorables hacen que esos individuos prosperen menos que los anteriores, y esos cambios no se terminan consolidando. Así pues e interpretando a Darwin, solo los “cambios favorables” constituirían “progreso” en el sentido de que mejorarían la adaptación y supervivencia de la especie, mientras que otros serían indiferentes o causarían su extinción.
En estas primeras semanas de enero estamos siendo testigos de una aceleración en los cambios de nuestro Jardín del Edén, hasta el punto de que tengo que confesarles que me siento tan superado por el tráfico parlamentario de nuevos decretos y medidas que estoy demasiado perplejo y obnubilado para valorar sus consecuencias.
Lo único que sé es que muchos de esos cambios se hacen y deshacen en discusiones de pasillo o en negociaciones in extremis, simple “fontanería parlamentaria”. Dicho de otra forma, lo más parecido a cambios aleatorios del ADN social. ¿Qué puede salir mal?
Dicen que las sociedades no se suicidan, aunque personalmente no creo que esa afirmación soporte un test empírico. Aun aceptándola, lo que sí es cierto es que muchas sociedades entran en decadencia, desaparecen, son absorbidas por otras o se vuelven irrelevantes, y muchas de las medidas de progreso que entonces se hicieron resultan a la postre no ser muy distintas a errores de programación y basura informática que ralentiza el sistema, cuando no resultan ser malware.
Configurar mayorías de gobierno es una cosa, y cambiar el terreno y las reglas del juego de un país es otra. Mientras que gobernar requiere tomar decisiones, reformar una sociedad es arriesgado sin consenso y pacto social. La línea de separación puede ser muy fina, pero cuando este consenso falta es una señal de alarma de que los cambios que imponen fugaces mayorías parlamentarias pueden representar progreso, … o no.