Durante milenios, la medicina fue un arte sustentado en el conocimiento, la experiencia y la observación directa del paciente. El médico de la Antigüedad, del medievo o incluso de principios del siglo XX, trabajaba como un artesano ilustrado: observaba, diagnosticaba y trataba en función de su saber acumulado y de las circunstancias únicas de cada enfermo. Hoy, ese arte ha cedido terreno a un nuevo paradigma: la protocolización exhaustiva. Los protocolos médicos, que nacieron para guiar y unificar la práctica, se han convertido en un entramado normativo que, en ocasiones, constriñe el juicio clínico hasta reducirlo a la ejecución mecánica de algoritmos.
El origen de los protocolos se remonta mucho más atrás de lo que podría parecer. En el Egipto faraónico, el Papiro de Ebers (ca. 1550 a.C.) recogía instrucciones para tratar enfermedades; en la Grecia clásica, Hipócrates y sus discípulos codificaron reglas de observación y tratamiento, y el Juramento Hipocrático marcó el compromiso con un proceder correcto. Durante la Edad Media, tanto en el mundo islámico —con médicos como Avicena— como en la Europa cristiana, surgieron tratados y ordenanzas hospitalarias, y en la España de los Austrias el Protomedicato regulaba el ejercicio médico y farmacéutico. Estas normas históricas orientaban, pero no sustituían el juicio del facultativo. El siglo XIX trajo la revolución bacteriológica de Pasteur y Koch, que fundamentó las indicaciones en pruebas experimentales, y Florence Nightingale implantó protocolos de higiene y registro que salvaron miles de vidas. Ya en el siglo XX, y especialmente tras la creación de la OMS en 1948, los protocolos se convirtieron en herramientas globales para combatir enfermedades, vacunar y estandarizar tratamientos.
Hasta aquí, la historia parece un progreso lineal y benéfico. Sin embargo, en las últimas décadas hemos asistido a una hipertrofia protocolaria. La medicina basada en pruebas, surgida en los años ochenta con el loable propósito de fundamentar la práctica en datos sólidos, ha terminado, en demasiados casos, reduciendo la clínica a un esquema de “si X, entonces Y”.
Esto presenta varios problemas. El primero es la rigidez: un protocolo, por definición, se basa en la “media” de los casos. Pero el paciente real rara vez es promedio. La hipertensión de un anciano frágil, la fiebre persistente en un niño con antecedentes poco claros o el dolor abdominal de un viajero reciente pueden no encajar del todo en el esquema. El médico experimentado detecta esas sutilezas, pero si el protocolo manda, su criterio queda relegado.
El segundo problema es el sesgo. Los estudios que sustentan muchos protocolos son costosos y, a menudo, financiados por la industria farmacéutica o tecnológica. Esto puede orientar las recomendaciones hacia determinadas terapias o productos. Además, la actualización de protocolos suele ser lenta: lo que hoy es válido, mañana puede estar superado, pero la norma persiste por inercia burocrática.
A ello se suma la sobrecarga documental. Cumplir el protocolo exige rellenar formularios, checklists y registros electrónicos que roban tiempo a la relación directa con el paciente. El riesgo es que el médico se convierta en un operador de software más que en un clínico pensante.
Por último, la globalización protocolaria no siempre respeta las diferencias culturales, epidemiológicas o de recursos. Un hospital rural en América Latina puede recibir un protocolo idéntico al de un centro universitario europeo, aunque carezca del equipamiento o los fármacos recomendados.
Nada de esto significa que debamos renunciar a los protocolos. Sería tan imprudente como volver a la medicina precientífica. Pero sí es urgente recuperar el equilibrio: el protocolo debe ser un mapa, no una cadena. El médico necesita libertad para desviarse de la ruta cuando las condiciones lo requieran, sin temor a sanciones siempre que pueda justificar su decisión. Quizá la inteligencia artificial pueda ayudar a salirse del protocolo, pero el riesgo legal sigue siendo grande para el médico.
En definitiva, la historia nos enseña que la estandarización ha salvado incontables vidas, pero también que la medicina pierde su esencia cuando olvida que cada paciente es único. En tiempos de algoritmos y checklists, conviene recordar que, como decía el propio Hipócrates, “no hay enfermedades, sino enfermos”. El reto del siglo XXI no es elegir entre arte o protocolo, sino reconciliarlos para que la ciencia y la humanidad caminen juntas en la misma consulta.