Colombia atraviesa hoy una de las coyunturas más graves y complejas de su historia reciente. La violencia recrudecida en varios territorios, la desaceleración de la economía, el riesgo de sanciones internacionales y el deterioro de la confianza institucional han configurado un panorama que exige respuestas inmediatas, pero también de largo aliento. No se trata únicamente de reaccionar ante la crisis; se trata de construir una hoja de ruta que permita consolidar la democracia, fortalecer las instituciones y garantizar un equilibrio social y económico sostenible.
En materia de orden público, las noticias diarias dan cuenta del resurgimiento de estructuras armadas, la expansión de economías ilegales y la fragilidad de la presencia estatal en vastas regiones. Esta situación no solo genera tragedias humanitarias sino que mina la credibilidad del Estado de derecho y de su capacidad de garantizar seguridad a los ciudadanos. Sin seguridad no hay inversión, sin inversión no hay empleo y sin empleo se profundiza la desigualdad. La violencia no es entonces un problema aislado: es el eje que multiplica y profundiza las demás crisis.
En lo económico, los signos de alerta son evidentes: menor crecimiento del PIB, inflación presionada, pérdida de confianza de los mercados y un clima de incertidumbre que golpea tanto a la inversión nacional como a la extranjera. A esto se suma la baja en la calificación crediticia y la percepción de inestabilidad normativa, que desincentiva proyectos de largo plazo. Todo ello ocurre en un contexto global adverso, donde la volatilidad financiera y los cambios geopolíticos imponen desafíos adicionales. La eventualidad de sanciones internacionales, por cuenta de incumplimientos en compromisos de derechos humanos o ambientales, añade un factor de riesgo que el país no puede subestimar y que podría afectar no solo al gobierno de turno, sino a toda la sociedad.
Frente a este panorama, surge una necesidad impostergable: un gran acuerdo nacional. No un pacto retórico ni una suma de intenciones abstractas, sino un compromiso real que convoque a los principales sectores políticos, económicos y sociales alrededor de objetivos mínimos e inaplazables. Un acuerdo que, respetando la libertad de expresión y la pluralidad democrática, busque el fortalecimiento institucional y siente las bases de un desarrollo inclusivo. El reto es superar la lógica de la confrontación permanente y reemplazarla por la del consenso alrededor de lo esencial.
Una de las ideas que merece debate en este contexto es la manera en que concebimos los planes de desarrollo. Hoy, cada cuatro años, el Presidente electo presenta un plan propio, muchas veces con la pretensión de borrar el anterior y dejar su sello personal. El resultado es una política pública fragmentada, sin continuidad, que desperdicia recursos y genera incertidumbre en inversionistas, empresarios y ciudadanos.
¿Qué ocurriría si Colombia se atreviera a pensar en grande y diseñara un plan de desarrollo de Estado a 40 o 50 años? Un proyecto de largo plazo que trascienda los ciclos electorales y que fije objetivos nacionales en materia de infraestructura, educación, vivienda, salud, seguridad, medio ambiente e innovación. Los Presidentes no tendrían que reinventar la rueda cada cuatrienio, sino dedicarse a ejecutar y ajustar ese plan de Estado según las circunstancias, pero siempre dentro de un marco previamente acordado y blindado frente a la improvisación.Un esquema así permitiría, además, planificar con realismo la inversión pública: calcular ingresos proyectados a medio siglo, determinar la capacidad de endeudamiento de la Nación y distribuir recursos con criterios de sostenibilidad. No se trata de congelar la política ni de restar relevancia a los gobiernos de turno, sino de establecer un horizonte claro que garantice estabilidad, confianza e igualdad de oportunidades para las próximas generaciones. Países que han logrado dar saltos de desarrollo significativos —como Corea del Sur o Irlanda— lo hicieron gracias a visiones de Estado compartidas y sostenidas en el tiempo.
El país requiere reformas que cierren brechas sociales, fortalezcan la justicia y generen un crecimiento económico equitativo. Pero ninguna reforma tendrá éxito si no se inscribe dentro de un proyecto nacional de largo aliento. La improvisación y la visión cortoplacista son lujos que Colombia ya no puede darse. No basta con administrar crisis; es indispensable prevenirlas mediante una institucionalidad robusta y una economía competitiva.
Por eso, más allá de las legítimas diferencias ideológicas, los próximos candidatos presidenciales deberían comprometerse con este debate: la necesidad de un plan de desarrollo de Estado, consensuado, duradero y blindado de los vaivenes políticos. Ese podría ser el punto de partida para un gran acuerdo nacional que devuelva a Colombia la esperanza en su futuro y que, sobre todo, reafirme que la política está al servicio de la sociedad y no de intereses particulares. La historia no nos perdonará seguir aplazando este debate.