“Lo que ha sido ha sido y ni los dioses pueden cambiarlo”, escribió Aristóteles. No me atrevo a discutirlo, pero desde mi pequeñez literaria creo que el presente siempre modifica lo que fue. Basta un instante para mirar el pasado de otra manera.
Navegar entre días inciertos me hace pensar en esas verdades absolutas que se proclaman inamovibles. Me inquietan quienes creen saberlo todo de antemano; sus certezas resultan peligrosas, y más aún cuando alcanzan el poder. Esa seguridad predeterminada puede seducir, pero si uno desmenuza su sentido, descubre que también oculta fragilidad.
Me preocupa el aplauso automático: quienes celebran cada palabra de un líder sin importar lo que diga. Frente a tanta rigidez, elijo la rebeldía de la duda. No como quien presume tener otra teoría, sino como caminante de cornisa que, sin saber lo que vendrá, se atreve a buscar una verdad más honda que las que venden discursos, cámaras y modas virales.
Me declaro creyente, aunque parezca contradictorio. En la duda hay movimiento, contemplación y búsqueda de silencios. Desconfío cuando abundan las palabras y escasea la hondura. Hemos discutido demasiado sobre la paz detrás de cañones que solo siembran muerte; no logramos ponernos de acuerdo ni siquiera en cómo vivir. Pienso en aquel cuento donde un joven, al recibir un ovillo para manejar el tiempo, lo desenrolla con impaciencia para superar obstáculos. Corre tanto que agota su vida en un mes. Como humanidad, parece que también apuramos el desenlace, olvidando que el tiempo no se posee.
Al desarmar certezas, me inquietan los profetas de “propósitos de vida” como verdades definitivas. Ni los santos más grandes se salvaron de caer en ese error: comprendieron al final que el único propósito es la búsqueda del amor. Y nada hay tan cambiante, impredecible y misterioso como el amor.
Por eso soy creyente: porque vivo enamorado. El amor no se posee; se ejerce, se busca, se pierde y se vuelve a encontrar. Es un don que excede, no una propiedad. Se nos regala en la confianza, donde habita el secreto de la eternidad. Claro que mientras escribo me atrevo a dudar también de mis palabras: porque la duda me recuerda que nada queda fijo y que la libertad nace de ponerlo todo en cuestión.
Vivir creyendo que el amor nos pertenece es un engaño. Apolo, enamorado de Coronis, desconfió de ella y envió a su cuervo blanco a espiarla. Coronis, al descubrirlo, maldijo al ave, que perdió su pureza; desde entonces todos los cuervos son negros. La tragedia siguió con la muerte de Coronis a manos de Artemisa.
No pidas que el tiempo pase rápido. Mejor atrévete a descubrir que lo que fue siempre puede verse distinto. Basta esperar, dudar y seguir buscando la verdad.