Decía Ortega y Gasset y apuntalaba el inolvidable Julián Marías al prólogo de una moderna edición de la archiconocida obra del primero, “La Rebelión de las Masas”, que “ser de izquierda es, como ser de derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas, en efecto, son formas de hemiplejia mental”. Y ayer quizás en la sesión presuntivamente “monográfica” sobre los actuales casos de corrupción que salpican ¿al Gobierno? ¿al Partido?, o quizás y visto lo visto, ¿a nadie?, si no se llegó a tal conclusión, ciertamente se le anduvo cerca.
Según definición de la RAE, parlamentar, en su primera acepción, significa hablar o conversar las unas con las otras (referido, naturalmente, a las personas), dirigiéndose más concretamente la segunda de ellas hacia entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz, una rendición, un contrato o para zanjar cualquier diferencia. Estamos -deberemos estar o atender, más rectamente- al significado de zanjar divergencias o diferencias, más que, deseablemente al resto de ellos (sabidamente: ajustar la paz o rendirse).
Y, en este punto, es esencial, como lo es en cualquier otra reunión para debatir al uso (piénsese en sociedades mercantiles en donde la impronta democrática vino impuesta desde la Ley de Anónimas del año -51, o acaso, también en materia de propiedad horizontal desde el año -60), procurarse un orden del día con el fin de no prolongar estéril e interminablemente el debate y expandirlo a cuestiones enteramente ajenas a él. Y, al final de una extenuante y descortés polémica, no alcanzarse ningún acuerdo. Así también lo establece el Reglamento del Congreso de los Diputados a sus artículos 63 y siguientes. En definitiva, se parlamenta y decide sobre lo que se debate, y lo que se debate debe necesariamente ceñirse a un concreto y previo orden del día. En otro caso, el caos se apodera de la sesión, las afrentas se suceden y aquello se convierte en un espectáculo tan escasamente enriquecedor para quien lo protagoniza como para quien asiste a él como espectador.
Y, hasta aquí, la teoría. Y, sin embargo, ¿a qué nos enfrentamos? Pues bien, tan simple como desalentador: el orden del día se muta al antojo de cada grupo parlamentario con cada intervención, limitándose la presidencia de la Cámara poco más que a comprobar que el tiempo no excede del atribuido a cada orador. Y, lo que resulta más grave y desolador: que el “examinando”, esto es, quien tiene que rendir tempestivamente cuentas de lo que viene haciendo -la corrupción, en este caso, que es precisamente a lo que se constreñía el pasado miércoles el orden del día-, no solo se extiende allá de adonde le parece al orador de marras oportuno discurrir, sino que, además, sus hipotéticas rendición de cuentas y explicaciones, propias e ínsitas en su condición y responsabilidades de gobernante actual, cuando el turno le toca, se convierten en un rosario de reproches frente a otrora gobernantes de otro signo.
Pregúntense ustedes entonces: ¿podría tolerarse, por ejemplo, en una junta general ordinaria de una sociedad mercantil, cotizada o no, que en el punto referente a la censura de la gestión social o al ejercicio de la acción social de responsabilidad, los administradores actuales se escudaran en cómo lo habrían hecho de bien o de mal los anteriores? Fuera de toda duda que así no es ni debe ser, puesto que los anteriores habrían tenido ya que afrontar sus responsabilidades, consecuencia, además, de lo cual, deberían resultar dichas cuitas por completo ajenas al debate. ¿Por qué no se hace así en el Parlamento remitiéndose y atemperándose la discusión a lo que sucede en la actualidad y no en tiempos pretéritos?
¿Qué sucede, por poner otro ejemplo, en un litigio en donde los abogados se apartan de la cuestión pretendiendo introducir en el debate cuestiones y asuntos que no vienen al caso? Pues, bien sencillo: que el juez los llama al orden y les invita a ceñirse a la cuestión, retirándoles el turno de palabra si no lo hacen.
El resultado es que la dignidad y el nivel parlamentario no desdice para nada de lo que se debate y de la forma de hacerlo en un “reality show”, asimilándose a un “patio de corrala barojiano”. Y eso no debe en modo alguno consentirse, por el perjuicio y el envilecimiento que comporta nada menos que para el órgano que representa la soberanía nacional.
Y ¿por qué este envilecimiento del parlamentarismo, de la capacidad y de la autonomía del parlamentario? Es aquí, quizás, en donde habremos de cuestionarnos lo pernicioso de la prevalencia del dogma, de la ideología, sobre la política, en el recto sentido de su orientación finalista como la forma menos imperfecta con la que analizar y aspirar lealmente a solucionar los problemas y los retos que afectan a la sociedad en sus múltiples facetas del día a día. Y así y en el entendimiento de que una cierta orientación o predisposición de base se hace siempre necesaria y produce irremisiblemente, como punto de partida, un cierto y hasta saludable antagonismo, ha de ponerse en cuestión que el parlamentarismo actual se venga convirtiendo en una suerte de hooliganismo en donde las diferentes bancadas y partidos se apresten a seguir a todo trance una férrea “disciplina de partido”.
Hemos así visto y seguimos presenciando cómo a los mejores, a los “aristócratas”, entendidos no bajo la premisa del esnobismo sino en el mejor sentido de la palabra (mejores entre los mejores, tal y como también refería el citado maestro Ortega y Gasset), se los aparta irremisiblemente de posiciones relevantes en los partidos por el solo hecho de cuestionar lo que viene “de arriba”, cuando precisamente la luz surge de la confrontación de las ideas.
El Parlamento, al igual que el Senado, son las modernas “ágoras” en donde se debaten, discuten y resuelven los problemas del día a día de la “res publica”. Y si la confrontación y la alineación partidista sustituyen irremisiblemente, como sustituyen de ordinario, a la negociación y resolución de problemas, y si las decisiones vienen, como vienen, anticipadas ya por el rodillo de la mayoría, sin discusión civilizada y profunda en donde se confiera preeminencia a la razón y sí y en su lugar por la mera alineación y disciplina de voto, nos estaremos fatal e irremisiblemente apartando de las directrices de La Transición que nos trajeron a España la democracia: el debate bien fundamentado y respetuoso y el cabal consenso.
Señores y señoras: a este paso nos estamos cargando el sistema y estamos obligados y comprometidos a hacer cuanto en nuestra mano esté para que tal cosa no suceda.