Cada día se constata más claramente que este «bulorégimen», formado por el PSOE y sus mariachis odiadores de España —levantiscos catalanes, arteros peneuvistas con sus privilegios forales, bilduetarras siempre, más los comunistas de Podemos y Sumar, al dictado de Moscú—, tiene una estrategia para destruir España, romperla, hacerla trizas y desde ahí y en un salto cualitativo calculado y perfectamente medido, debilitar Europa.
Un continente cada día más descafeinado e invadido por una inmigración ilegal a la que se favorece y, sin recato alguno, se reparte por todo el país, se aloja en hoteles de lujo, subvenciona generosamente y promociona con un nivel de ayudas y regalías que no disfrutan muchos nacionales.
Pero volviendo a la inmigración, lo más insólito del asunto es que, además, nada se puede decir ni denunciar respecto a este ilógico actuar porque, de inmediato, una especie de mantra colectivo, perfectamente orquestado desde conocidos foros de opinión y detentadores de una especie de divinidad juzgadora, te calificará de racista, facha y xenofobo. Y claro, con la que está cayendo, no es cosa de colocarse una diana en la cabeza.
Entre unas cosas y otras, lo cierto es que hoy percibimos una Europa que nos es desconocida pues, cada día un poco más y en un goteo constante e imparable, va perdiendo su identidad occidental para desnaturalizarse. ¿Creen que exagero?, pues dense un paseo, si se atreven, por Molenbeek —barrio bruselense con un 80 por ciento de población musulmana—, Marsella, —con un 50 por ciento—, Burdeos, o el mismo París —con el conocido barrio Saint Denis, de infausto recuerdo para los aficionados al fútbol con motivo la la final de la Champions del año 2022—, y ahí comprobarán que la identidad europea y occidental ha desaparecido para convertirse en algo distinto a lo que fuimos. Me refiero a cuestiones definitorias como pueden ser la cultura, religión, principios, tradición y valores.
«Llegará el día en que conquistaremos Europa con el vientre de nuestras mujeres». Frase pronunciada por Bumedian, presidente argelino, en 1974, en la Asamblea de Naciones Unidas.
¡La clavó!, porque este colectivo, en España, ya son 2,5 millones que representan el 5% de la población. Y creciendo ….. porque tienen de media casi cuatro veces el número de hijos que las españolas. Y llegando, y llegando, y llegando.
¿Pero, cuándo se jodió el Perú? Deberíamos preguntarnos los españoles y también los europeos.
Al frente de este desaguisado continental de difícil calificación y como director de la orquesta, está Alemania. Un país totalmente entregado a Rusia, con un gobierno «frankenstein» parecido al nuestro y donde, el compartido de los verdes —perejil de todas las salsas—, se han evidenciado como agentes comunistas y contumaces soviets al servicio del Kremlin.
La Alemania de la señora Merkel estrechó lazos con el comunismo soviético al punto que puso al canciller Gerhard Schröder, nada menos que de presidente de la petrolera rusa Rosneft e implementó medidas que contribuyeron a desmontar estructuras productivas para convertir Europa en una especie de colonia dependiente de Rusia y China. Tanto en producción industrial, energética o manufacturera.
Las mamarrachadas que se inventaron y nosotros como paletos invitados a una mesa de ricos aceptamos a pies juntillas, amparados en que eran la locomotora económica europea, fueron oceánicas. Como aquella de establecer una economía «socioecológica» —forma sutil de cargarsela encareciendo los costes de producción— que les ha llevado, y nos ha arrastrado a nosotros también, a una destrucción de estructuras productivas propias que desde 1940 a 1980 se habían levantado y nos habían convertido en un exitoso modelo de desarrollo y la décima potencia industrial del mundo.
Hoy, sin el gas ruso Europa de congela y las fábricas no tienen energía para producir. Y sin las manufacturas y el acero de China, Europa no se viste, pone un tornillo, ni cose un botón. Recordemos las mascarillas y el chantaje a que nos sometieron con la pandemia.
En esa deriva progre y woke de absoluto entreguismo, nos convencieron para cerrar las minas porque el carbón contaminaba; destrozamos la potente industria del acero —astilleros incluidos—, porque los chinos nos lo harían llegar mucho más barato; nos tragamos eso del hidrógeno verde para producir con pureza casi virginal; se sacaron de la manga lo de hacer política con perspectiva de género; resultaba «chuli» pertenecer a esa cultura tan «guay» que se apropió del feminismo y el movimiento gay para radicalizarlo; en otro orden de cosas, pero desde el mismo absurdo supremacismo verde, se pusieron aerogeneradores gigantescos que han destrozado el paisaje y aniquilado aves por millares; se estableció como imprescindible una paridad obligada por sexos en puestos y cargos directivos arrumbando el talento y el esfuerzo; nosotros, para no quedarnos atrás en la cosa animalista y además de aquella disparatada idea de que los gallos violaban a las gallinas, suprimimos la fiesta de los toros. Aquí me viene a la cabeza que en Navarra, a pesar de la gran influencia «vasca-progre-y-abertzale», no se han atrevido a tocar los Sanfermines, ¿por qué será?. Y ya, por recordar majaderías, no me resisto a citar el caso de bobería insuperable de una alcaldesa socialista en Gijón que suprimió las corridas de toros porque un astado lleva por nombre «nigeriano»—. Y para rematar esta deriva totalitaria y funesta, la última idea «ecomoderna» y «verdísima» ha consistido en decretar en las ciudades unas supuestas áreas de baja contaminación para obligarnos a llevar al desguace nuestros automóviles a gasolina o fuel, e invertir en otros que nos saldrán mucho más caros, con insuficientes puntos de recarga y muy escasa autonomía.
Ya metidos en esta funesta dinámica y con ayuda de sustanciosos fondos y regalías económicas —un veneno que nos tragamos porque a España se le rompían las costuras de tantos millones que llegaban—, se convenció a agricultores y ganaderos para cerrar sus explotaciones y dejar de producir alimentos y productos de primera necesidad.
Resultado, que destrozamos presas y pantanos; cerramos térmicas —la minería mucho antes—; llamamos modernidad a suprimir astilleros en Ferrol, San Fernando o La Naval en Gijón; nos obligaron a sacrificar los aceriales en Sagunto cuando era el polo industrial más importante del Mediterráneo, en aras de esa falsa reconversión industrial hacia la nada; derribamos presas fluviales con el ridículo criterio de renaturalizar montes, ríos y paisajes; sacrificamos parte de la ganadería porque de algún sitio llegaría la carne más sana, más barata y a precios competitivos; comenzamos a cerrar centrales nucleares —a pesar de que ahora Europa las cataloga como energía verde— y así hasta el infinito. Un infinito que, en este caso es, simplemente, la miseria y la dependencia de otros.
¿Qué nos quedó entonces como autóctono, propio y nuestro? El sol. Y así nos hemos quedado, amigos, al sol que más calienta.
Y les diré una cosa muy seriamente y a modo de íntima reflexión: a las gentes de mi generación toda esta trágica realidad, por una simple razón biológica, ya en poco nos podra afectar, pero es para condolerse por las generaciones venideras que, sin comerlo ni beberlo, llegan a este mundo con una deuda que los jóvenes de entonces, a pesar o gracias al manido y abusado Franco, no tuvimos.
Pues ya saben los que tienen hijos y nietos, prepárense a darles alguna explicación y decirles —porque les preguntarán— cuál fue la causa de que su sanidad, sus salarios, el acceso a una vivienda, sus pensiones, la libertad de expresión, los derechos sociales, la justicia, los empleos, el respeto a la propiedad, el respeto —así, sin matices—, la división de poderes y la democracia, —¡la democracia, repito!— se haya degradado respecto a lo que usted o yo, por ejemplo, pudimos disfrutar.
Y lo peor será cuando quieran saber qué fue lo que se hizo para tratar de revertir esa progresiva pérdida de aquello tan bueno que existió y se llamaba «calidad de vida».
Y ahí, supongo, se nos hará un nudo en la garganta porque pocas respuestas se podrán argüir. ¿Que hubo uno que se llamaba Pedro Sánchez, que era muy malo y engañó a todos?, vale.
¿Y que en la contraparte estaba un tal Feijóo, con poca chicha y bastante inane?, lo mismo.
No cuela amigo y es que además —como si lo viera—, es muy posible que repregunten:
— «Poca chicha, inane…», ¿qué significa abuelo?.
— ¡Inane, poca chicha..! —repetirá usted—, significa.. —dudará un momento—, pues significa nada, hijo. Absolutamente nada.
¡Lo que hicimos para evitar esta desdicha!