Zarabanda

La Navidad de Blanca

Blanca. La bauticé con ese nombre, porque ese era el color de la piel de la gatita, excepto en la cabeza, dónde llevaba estampado un gorrito anaranjado y negro, y en la punta del rabo, pintado en la misma sinfonía bicolor y con igual diseño. Era la reina de los tejados y la okupa temporal de un caserón semiabandonado, al que, de vez en cuando, acudía una anciana que buscaba la huella de los años vividos con el hombre que amó. Desde hacía un lustro, su cuerpo era arena bajo una recia higuera del patio, pero su espíritu impregnaba muros, suelos, techos, muebles, libros ...Y la casa respiraba con él. 

Ella necesitaba ese aire para seguir viviendo, y también el olor agridulce que aún desprendían sus camisas, guardadas en cajones. Sentada en un antiguo banco, donde él pasó sus años últimos, soñaba con los días felices del inicio de su relación y con los últimos besos que se dieron.

Cuando Blanca la oía o la olfateaba, acudía a saludarla a la ventana de su alcoba o entraba por la gatera de la vieja puerta, y  se acercaba a ella. No buscaba comida, le sobraban pájaros y ratones. Era tan buena cazadora como la diosa Diana. Quería la proximidad, el calor, la mirada, el afecto  y las palabras de María, que es como se llamaba la viejica.

Aquella Nochebuena, María volvió otra vez a su destartalada casa. Estaba fria y sucia, pero ella buscaba su energía y calidez ocultas. Se resguardó en su cuarto, encendió una estufa de gas. Se sentó en la cama, entre almohadones, arropada por mantas y edredones. Tomó una taza de leche caliente, que vertió de un termo, y un pastel de almendras que había traído. En la radio sonaban villancicos.

-Felicidades Blanca -deseó a la gatita-. Mañana nos veremos. 

Un dulce sopor la fue invadiendo. La blandura de la cama la envolvió.  Se estiró entre las sábanas y se subió la ropa hasta la boca. Acariciada por el placer del recuerdo de instantes de amor,   se quedó dormida.

No despertó al llegar la mañana. Cuando Blanca acudió a saludarla, la encontró con los ojos azules abiertos, una suave sonrisa en sus delgados labios y las manos de marmol. El cuarto estaba helado,  la estufa ya no ardía.  La dulce gatita se acercó al cuerpo de su amiga para darle calor.  Apoyó su inteligente cara sobre la de María, pegó su cuerpo al que yacía yerto, la abrazó con sus mullidas patas y comenzó a llorar con sus maullidos. 

En la radio sonaban, angélicas, las voces infantiles:

"Navidad, Navidad, hoy es Navidad./

Es un día de alegría y felicidad

Tras la empañada ventana, leves copos de nieve danzaban juguetones.