Hay obras que no envejecen porque no pertenecen a un tiempo específico, sino a la condición humana. Nabucco, la ópera monumental de Giuseppe Verdi, volvió a recordárnoslo en el marco del Festival Internacional de Música Sacra de Bogotá, presentada en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, bajo la dirección del maestro israelí Yeruham Sharovsky, actual director de la Sinfónica Nacional de Colombia.
Lo que ocurrió en escena fue más que un despliegue estético. Fue un acto de memoria. Con pulso firme, Sharovsky condujo a la Sinfónica Nacional de Colombia, al Coro Nacional de Colombia y a la Banda Sinfónica Nacional de Colombia hacia el corazón de la tragedia bíblica: el exilio del pueblo hebreo en Babilonia. Y en esa evocación de desarraigo y esperanza, la música se volvió puente entre pasado y presente, entre lo sagrado y lo político, entre la nostalgia del Templo destruido y la aspiración eterna de libertad.
El célebre coro “Va, pensiero, sull’ali dorate” no es simplemente una página gloriosa de Verdi. Es el lamento colectivo de un pueblo que perdió su tierra, pero no su identidad. Es la melodía que, en la Italia del siglo XIX, se convirtió en himno no oficial del Risorgimento, símbolo de unidad y resistencia frente al dominio extranjero. Pero en su raíz, es profundamente hebreo: es el eco del Salmo 137 —“Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos”— transformado en canto universal de libertad.
Que, en Bogotá, en un festival de música sacra, y en un escenario de la magnitud del Teatro Mayor, Sharovsky nos devuelva esa obra tiene un simbolismo particular. Es el reconocimiento de que lo sagrado no está únicamente en la liturgia, sino en la fuerza del arte cuando nombra lo innombrable: la esclavitud, el desarraigo, la nostalgia y la esperanza. La interpretación conjunta de estas instituciones nacionales logró que esa universalidad se sintiera cercana, como si el clamor de los hebreos cautivos fuera también el de tantas voces silenciadas en nuestro tiempo.
Y aquí surge la lección. El mundo de hoy vive su propio exilio: millones de desplazados por guerras, migraciones forzadas, pueblos enteros sometidos por la violencia y la intolerancia. Escuchar Nabucco en este contexto no es un lujo cultural, es una advertencia. Nos dice que, mientras no aprendamos del dolor histórico, repetiremos la tragedia con otros nombres y geografías.
La belleza de esta presentación radicó en eso: en mostrarnos que la música puede ser al mismo tiempo plegaria y protesta. Que un festival de música sacra no es solo celebración espiritual, sino también espacio de confrontación ética.
Sharovsky, con la Sinfónica, el Coro y la Banda Nacional de Colombia, nos recordó que la verdadera sacralidad del arte está en su capacidad de tocar lo más humano: el anhelo de libertad. Y que, en medio de la incertidumbre global, Nabucco sigue siendo un espejo incómodo y luminoso.
Porque el arte no salva al mundo, pero lo despierta. Y mientras alguien como Sharovsky se atreva a dirigir la memoria, aún podremos creer que la esperanza sigue volando en alas doradas.