La tarde de ayer, domingo día dos de noviembre de dos mil veinticinco, vio cómo las redes sociales, hacían correr como la pólvora la muerte del singular artista, Rafael de Paula.
Artista total, torero de época, torero sensación y sensaciones, de detalles profundos y destellos ultra luminosos; y sobre todo torero de milagro. Su prodigiosa estética, era tan milagrosa, que nunca fue sostenida por el valor, ni por la técnica, ambos soportes necesarios para el toreo. Lo que hacía de él un virtuoso del arte de acariciar envestidas en su capote, con el pecho hacia adelante, piernas y manos a compás; y en la cabeza, la única pretensión de llevar al toro allende de los mares, que decía él. Y con la muleta, queriendo siempre dibujar trazos cargados de belleza, en los que toro expresara toda su verdad, sin pretender ponerle, nada que el astado no tuviera. Una tauromaquia, tan llena de esencia que pudo hacer brotar en muy contadas ocasiones, pero que siempre que llegaba vestido de luces o de corto a romper el paseíllo, las musas revoleaban de tal manera, que tal pureza, se sospechaba y se intuía. Sabiendo que se podía hacer presente, o no. Que era lo más fácil. Pero, el que no se le viera, nunca quiso decir, que no fuera real, misteriosa y eterna. Como este Rafael de Paula, cuyo misterio personal, traspasó todo tipo de categorías humanas, haciendo que su esencia torera, saliera por las cerradas de grietas de cualquier sistema, hasta el del toreo.
Por eso en estos momentos, en los que contemplamos, como nuestros ojos lo pierden por el horizonte de lo que alcanzamos a contemplar, nos queda la vital y saludable intuición de que su pérdida es una ganancia, porque ha muerto para nunca más morir. Y que, como todas las personas, al ser más ánima que cuerpo; su esencia torera, queda deambulando en los entresijos de la tauromaquia, como sucedía cada tarde que llegaba a un patio de cuadrillas.