Tejidos

La metáfora del tiempo en poesía

Vivimos en la época del fragmento, donde todo está hecho de pedazos y nada es sistemático. Además, cuanto hacemos es irreversible, pues todo se construye en el tiempo y el tiempo no vuelve atrás. Tal vez por eso, debemos prestar atención a lo que se hace en cada momento, ya que en el presente confluyen el pasado y el futuro, lo ya realizado y lo que está por hacer. Creemos así vivir tan sólo en el presente, pero lo vivido nos acompaña sin remisión en el recuerdo y, a la vez, mira hacia adelante, anticipando la visión de lo posible, de lo que todavía no se ha cumplido. Si las Musas conocen lo que ha sido, lo que es y lo que será, en el canto se entrelazan el pasado, tiempo de la evocación, el presente, tiempo de la incertidumbre y el futuro, tiempo de la promesa. Desde el punto de vista poético, el tiempo más destacado es el presente, el instante del tiempo estético (“¡Detente! ¡Eres tan bello!”, nos dice Goethe en el Fausto), que es el instante fingido del erotismo, donde los cuerpos se hacen uno en la plenitud del encuentro. El que vive en el presente sabe esperar, sabe vivir en el condicional, en la posibilidad de construir algo nuevo. Y si la poesía se mueve de lo efímero a lo eterno, la primera palabra deja en el tiempo una herida que hay que cicatrizar, de ahí que el lenguaje poético se muestre a la vez como pensamiento del naufragio y de la salvación. ¿No hay una complicidad entre el instante y la eternidad, como la hay entre la vida y la muerte? Dado que la función principal de la poesía consiste en transformarnos, el carácter dramático del instante nos hace presentir la realidad (“Si mi ser sólo toma conciencia de sí en el instante presente, ¿cómo no ver que ese instante es el único terreno en que se pone a prueba la realidad?”, afirma Bachelard en La intuición del instante), trascendiéndola y sublimándola mediante la imaginación. Y como la sombra de lo eterno vive en cada uno de nosotros, debemos dejar que nos habite y hable por sí misma, tratando de reconocerla en la discontinuidad de un tiempo en ruinas, desde el que podemos mirar la eternidad ausente, que está ahí, en el instante de la audición musical, de un cuadro o de un poema, siendo lo absoluto del instante, intuido en la unidad de la conciencia, lo que nos permite mirar simultáneamente hacia el pasado o hacia el porvenir. La irrupción de lo eterno en lo temporal es necesaria para la supervivencia de la palabra, ya que, en la experiencia poética, todo lo que es simple y duradero es el don de un instante.

En cada instante confluyen lo que ya no existe y lo que todavía no existe, de ahí que el presente sea un instante sin dimensión temporal. Es la posición que defienden Aristóteles, Marco Aurelio y San Agustín, para quienes el presente no existe y el tiempo tiene una dimensión cualitativa, no cuantitativa, pues no hay nada que lo pueda medir. Cuando San Agustín nos habla en las Confesiones del tiempo como forma del acontecer, como un extraño fluir hecho de algo que no es, su concepción paradójica subyace en la leyenda del monje de Heisterbach, que se va al bosque a meditar, después de una misa temprana sobre el sentido de la sentencia de que ante Dios mil años son como un día y un día como mil años, y en el ejemplo del monje y el pajarillo en la cantiga CIII de Alfonso X el Sabio, cuya visión del Paraíso como jardín, de procedencia islámica, según Miguel Asín ha demostrado, se vale del elemento musical para señalar el paso del sueño al gozo, para relacionar lo temporal y lo eterno (“Atan gran sabor aviad aquel cant’ e daquel lais, / que grandes trezentos anos estevo assi, ou mays, / cuidando que nos estevera senon pouco”), haciendo que esa entrada del monje en el vergel, nostalgia del Paraíso perdido, sea el lugar del estado de inocencia natural, más contemplativo que activo, donde el tiempo no transcurre, pues en él ha desaparecido la contradicción en beneficio de la unidad. Ese don mágico de la música para suspender el tiempo (“el monje del ejemplo ha pasado tres siglos bajo la influencia de un canto mágico”, dice J.Filgueira Valverde en Tiempo y gozo eterno en la narrativa medieval), es lo que hace que la memoria del canto, sustancia última de la poesía, se convierta, desde su simplicidad sobrecogedora, en posibilidad de expresar una experiencia en su integridad. Si el monje medieval se quedó deslumbrado, escuchando la vibración pura de ese pajarillo, es porque la música huidiza de su canto, casi inapresable, nos deja en el alma el sabor de un ritmo que perdura, el movimiento de una acción continua en la que se conjugan el tiempo y la eternidad.

Si en el arte del final de la Edad Media las formas artísticas comienzan a singularizarse, el tiempo se humaniza en el Renacimiento y adquiere una continuidad en el Barroco, cuyo dinamismo cambiante refleja el contraste entre lo aparente y lo real. Al no haber en el arte barroco momentos, sino procesos, el hombre de esta época siente su vida unida al transcurrir, lleno de incertidumbres e indeciso entre lo que ha sido y lo que será (“Ayer se fue, mañana no ha llegado; / hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue y un será, y un es cansado”, dice Quevedo al hablar de la vida como “presentes sucesiones de difunto”, en el soneto perteneciente a la Musa Polimnia, incluido en El Parnaso español, de 1648). Además, como la angustia vital del tiempo, que produce cansancio existencial, no se puede medir por cánones horarios, la vida, en su andar errabundo, es como una estación entre la despedida del adiós y la llegada de un nuevo amanecer, entre el olor efímero de la rosa y el perfume duradero del haiku, que promete no desaparecer nunca. Si algo nos ha enseñado el Barroco, con su sentido de la caducidad, es que la vida es un continuo fluir hacia el mar de la muerte, de acuerdo con la imagen manriqueña, que es preciso no quedarse en la orilla, sino seguir el curso del río hasta llegar al otro lado (“Seguir la corriente, seguir ese río hasta la desembocadura, quizá esa sería la única forma de escapar del tiempo”, escribe Menchu Gutiérrez en Siete pasos más tarde), pues el ejercicio en el morir es una invitación a nacer en lo esencial de la muerte, en aquello en lo cual somos. El Barroco, con su amor por las ruinas y su gusto por los relojes, nos llevó a habitar en la indistinción de vida y muerte (“Lo mismo y en lo mismo viviente y muerto, pues en el vivir estamos muertos, y en el estar muertos vivimos”, había dicho Heráclito en uno de sus fragmentos), siendo esta indistinción del fluir indiferenciado del es y del no es ese “tiempo sin memoria” donde germina nuestro vacío. Su posible existencia es otra forma de nuestro deseo, cuya paradoja no consiste en buscar siempre otra cosa, sino en buscar la misma después de haberla encontrado. Las grietas abiertas que deja el recuerdo son los huecos por donde cruza el tiempo, que es un filtro de la memoria, y abre el espacio de las presencias no desveladas, mostrándose el instante presente como el resultado de todos los pasados y el origen de todos los futuros. Si algo nos enseñó la poesía barroca fue la prueba del tiempo, la caducidad de un mundo en constante flujo, la meditación sobre la muerte, de la que no es posible hablar, según revela el tópico del memento mori, como anticipo de la inmortalidad.

El poeta tiende a buscar en la escritura la igualdad del alma y la palabra. Y si Rousseau dio un giro radical a sus escritos para reivindicar, desde la interioridad, una inocencia esencial, algo similar hizo Bergson con la “duración psicológica”, expuesta en Matière et Mémoire (1896), donde toda percepción del pasado se perpetúa en el presente, según la cual el tiempo es el sujeto durando, sabiéndose presente en la vida, reconociéndose ahora en el mundo. Esta circularidad de la duración, que borra la diferencia entre lo próximo y lo lejano, está presente en la obra de Proust y atraviesa toda la lírica del siglo XX. Dentro de ella se inscribe la palabra integral de Antonio Machado, íntima y solidaria, cuyo sentir hondo imprime a sus escritos un tono grave y melancólico, fruto de sucesivas renuncias, que tienden a una progresiva simplicidad del proceso artístico, en el que se unen lo temporal y lo esencial (“La vigencia de la obra de Machado se debe, a mi entender, al hecho de haber sabido conjugar el doble imperativo de la temporalidad y la esencialidad, que él mismo prescribió a la palabra lírica”, señala P. Cerezo Galán en el Prólogo a su Palabra en el tiempo). En la lírica de Machado, toda ella atravesada por la conciencia de lo temporal, hay dos versos que se complementan: el primero aparece en el poema LVII de Soledades. Galerías. Otros poemas (1907), y dice así: “¡Ayer es Nunca jamás!”, que pone el acento en lo que ya no existe, es decir, en lo que ha desaparecido con la muerte. Y el segundo, en la sección de “Proverbios y cantares”, de Nuevas canciones (1917-1930), donde el poeta sintetiza: “Hoy es siempre todavía”, aludiendo al instante del tiempo estético, que permite captar el sentido más profundo de lo temporal. En realidad, los dos versos se construyen de forma idéntica, si bien la sustitución del adverbio temporal negativo (“Nunca”), por el durativo en el segundo (“todavía”), al prolongar lo temporal (“Hoy”), en lo intemporal (“siempre”), pone a prueba la realidad entera. Todo lo que es durable es el don de un instante, cuya síntesis de pasado y futuro le da un carácter absoluto. Para Machado, la palabra poética, al presentarse en su discurrir vital (“Ya nuestra vida es tiempo”), trata de salvar lo efímero del fluir del tiempo, unificando lo vivido en la intemporalidad del instante, para restaurar el latido del origen.

Mirar hacia atrás y caminar hacia adelante, tal es el itinerario del poeta, que es un exiliado del cielo y un emigrante de lo inmortal a lo temporal. Y cuando el poeta sirve mejor a su tiempo es cuando le permite manifestarse a través de su voz, cuya fuerza oscura y sonora queda suspendida en el aire como la huella de una luz o de una pérdida. Ella es la que transmite el secreto y se hace oír en el punto extremo de la espera, donde la memoria del tiempo acumulado sigue hablando y deja pasar lo que ella dice. La palabra respira lentamente en la espera, con una insistencia silenciosa que deja siempre un vacío a la posibilidad de acabar. Y así, en el límite indeciso de la espera, se pasa de lo vivido a lo soñado, como si esa distancia entre la nostalgia del recuerdo y la promesa del retorno, convertida en existencia poética, se resistiese a terminar. Frente a la esperanza, que mira hacia el futuro, la espera queda atrapada en el presente del instante, donde todo queda suspendido en ese terreno vacilante y nos prepara para la llegada de algo nuevo. La modernidad nos ha hecho saber que la espera es transición entre la pérdida y la recuperación (“Porque en realidad la espera acoge no sólo el miedo y la falta, sino también la feliz anticipación de su clausura con su potencial de estar plenamente sin conciencia. Tal es la promesa del sueño”, señala Andrea Köhler en El tiempo regalado). Si con el soñar ingresamos en la eternidad de lo inconsciente y con el despertar regresamos al reino de lo perecedero, andar por lo oculto del tiempo nos permite tomar el pulso del universo, escuchar los ritmos de la naturaleza, de las estaciones que se suceden y no acaban nunca, que nos devuelven al ámbito de lo sagrado, donde la eternidad no es perturbada por el tiempo humano. Si la función del arte consiste en traer el Otro mundo a éste, nada mejor que la palabra poética, con su viaje de ida y vuelta en el tiempo, para hacer más duradera la vida y renovar nuestro recuerdo.