El nuevo plan del Gobierno, pomposamente titulado Consenso por una Administración Abierta, promete transformar la Administración General del Estado en una máquina eficiente, digitalizada y orientada al dato. Sin embargo, tras el humo de la retórica tecnocrática se esconde un modelo donde el ciudadano —y muy especialmente el paciente— corre el riesgo de quedar cada vez más solo frente a una administración ausente, automatizada y sin rostro. Y lo peor es que también se atreve a proponer cambios relacionados con la gestión de la salud, además de otros cientos de medidas y acciones.
Los objetivos declarados son loables: innovación, eficiencia, interoperabilidad, atención personalizada. Pero la letra pequeña revela otra cosa: proliferación de plataformas, identidad digital, servicios autogestionados y una omnipresente inteligencia artificial con “enfoque humanista”, la cosa incluso tiene gracia. Se habla de valores, de participación, incluso de transparencia… pero se prescinde del elemento esencial del buen gobierno: la presencia humana.
¿Es esto una modernización o una retirada encubierta del Estado? Porque cuando la “carpeta ciudadana” sustituye al profesional sanitario y el “espacio del dato” reemplaza a la historia clínica narrada, ¿qué queda del principio de atención integral y personalizada en sanidad?
En el sector salud, este modelo plantea interrogantes inquietantes. El documento prevé una planificación sanitaria basada en datos, algoritmos y cuadros de mando, como si el enfermo fuera una variable más en un modelo predictivo. Pero la medicina no es una ciencia exacta ni una estadística; es un acto humano, cargado de incertidumbre y de matices que ninguna inteligencia artificial, por avanzada que sea, puede replicar.
No se trata de rechazar la tecnología —que bien usada puede salvar vidas— sino de denunciar la sustitución del trato por el trámite. Ya no se busca mejorar la atención, sino delegarla en procesos automatizados y despersonalizados. Se habla de “reingeniería de procesos” en salud pública, pero no se menciona el colapso en urgencias, la falta de médicos de familia o el desgaste crónico de los profesionales sanitarios.
¿Quién va a cuidar al paciente crónico, al anciano que no entiende los menús digitales, al enfermo mental que no sabe navegar por plataformas? ¿Desde qué ventanilla, desde qué aplicación, se les va a mirar a los ojos y acompañar?
La sanidad requiere escucha, criterio clínico y empatía. Y nada de eso aparece en los proyectos estratégicos del plan. En su lugar, tenemos “metodologías de simplificación”, “sistemas funcionales” y “gobernanza algorítmica”. Como si el principal problema de nuestra sanidad fuese la falta de ‘cuadros de mando’ y no la de profesionales disponibles.
Al mismo tiempo, se refuerza un modelo administrativo que favorece el teletrabajo como si fuera dogma de eficiencia. ¿Quién está del otro lado del teléfono cuando se llama al centro de salud? ¿Quién gestiona una incidencia en la historia clínica cuando los funcionarios “televaguean” desde sus casas con baja supervisión y escasa rendición de cuentas?
¿Y dónde queda el control democrático en todo esto? Porque cuando los procesos se oscurecen tras capas de automatización, los errores se multiplican y nadie parece responsable. ¿Quién responde cuando un algoritmo deniega una prestación o una cita médica se pierde en un embudo digital?
En este contexto, no cabe sino formular algunas preguntas elementales: ¿Puede una administración ausente garantizar el derecho efectivo a la salud? ¿Puede el dato sustituir al juicio clínico? ¿Está el paciente preparado para enfrentarse a un sistema que lo obliga a ser su propio gestor?
El “Consenso” que se nos presenta es, en realidad, una estrategia unilateral disfrazada de diálogo, y una apuesta por una administración que delega cada vez más funciones en la tecnología y cada vez menos en las personas.
Sí, necesitamos una administración moderna, eficiente y transparente. Pero no a costa de desmantelar su capacidad de acompañar, escuchar y asistir. Menos aún en sanidad, donde el trato humano no es un valor añadido, sino el núcleo del acto asistencial.
Digitalizar no puede ser sinónimo de desertar. Y transformar no puede significar ausentarse.