Abrir la mente y el corazón

Lejos de casa: el costo de buscar una vida mejor

Hace dos semanas operaron a mi papá de la cadera en Argentina. Una cirugía común, sí, pero no por eso menos inquietante. Salió bien, pero desde este lado del mundo, las preocupaciones se multiplicaban en mi cabeza.

¿Viajo? ¿Dejo a mis hijos justo en el inicio del curso escolar? ¿Cómo hacer con el trabajo? No pude viajar, y acompañar a mi papá, el que siempre estuvo para mí, aun cuando ya tenía edad para ser autónoma e independiente.

Mi viejo, el que me buscaba de cualquier lugar al que se me ocurriera ir, ya sea por estudios, por salidas, por obligaciones laborales, el que también estaba cerca de mis hijos, sus nietos en el día a día.

Soy personal de salud, estoy “curtida”, como decimos en mi país. Pero ver las fotos del postoperatorio de mi papá me sacudió. La hinchazón, las ampollas, la febrícula, todo eso que he visto tantas veces en otros cuerpos, esta vez era en el suyo. Y dolía distinto.

Emigrar es una decisión que, aunque tomada con conciencia, deja marcas. Uno deja mucho atrás. Y aunque ganamos nuevas oportunidades, también perdemos cosas que no se recuperan:

Los abrazos cotidianos.

La presencia física.

Los domingos en familia.

Las juntadas espontáneas.

Los almuerzos con sobremesa eterna.

Los planes que no se concretan por la distancia.

Además el contar con esa contención, cuando sabes que, si se te complica el día, se puede levantar el teléfono y llamar a los abuelos, esos superhéroes de capa invisible, que lo dejan todo para salir volando, e ir donde sea a buscar a sus nietos. También el tener a tu mamá, la que te ayuda con arreglos de la ropa, con las compras, con los consejos, con infinindad de cuestiones, que hasta te manda un tupper con comida cuando llegas tarde de trabajar, y ya no te quedan fuerzas ni ganas de hacerlo.

Y sí, porque ser mujer, trabajadora, ama de casa y separada, todo a la vez es hermoso pero agotador.

Hoy no tengo esa “ayuda”, esa contención, pero sí la de muchos nuevos amigos que fueron apareciendo desde que llegamos al que es nuestro nuevo hogar, y que fuimos descubriendo, porque si bien es cierto que al emigrar se pierde mucho también se gana: se construyen nuevas relaciones y puentes.

Mi papá no estuvo solo el día de la cirugía ni los siguientes, ya que mis hermanos estuvieron allí, acompañando a mi mamá, sosteniendo la situación. Y esto me lleva a reflexionar en todas las personas que sí lo están.

Es inevitable pensar en quienes no emigran por elección. Hay quienes huyen. De guerras, de persecuciones, del hambre, de la violencia. Hay quienes cruzan fronteras con lo puesto, sin documentos, sin certezas, sin redes. Hay quienes llegan a países nuevos y son tratados como si no existieran, como si no tuvieran derecho a soñar, a trabajar, a vivir con dignidad.

Los llamados “sin papeles” son personas. No son sin familia, sin dolor. Son seres humanos que, como todos, buscan vivir en paz, con dignidad, seguridad, con la esperanza de un futuro. Y muchas veces encuentran rechazo, burocracia y silencio.

La sociedad debe trabajar para que todos, sin importar su origen, puedan ser parte. Desde el acceso a la salud, la educación, el trabajo, hasta el reconocimiento de su humanidad. 

Por eso, si conoces a alguien que emigró, que está lejos de su casa, que enfrenta la vida en soledad: acércate. Escúchalo. Invítalo a ser parte de tu familia. Ese gesto puede cambiarle el día, el mundo y darle esperanza.

Hoy dedico estas palabras a quienes dejaron su tierra, por el motivo que sea, y extrañan horrores. Porque es una sensación extraña: estar aquí y extrañar allá, y estar allá y extrañar aquí. También a papá, a mamá, y a mis hermanos: Alexis y Marco.

Porque estar lejos de casa duele, incluso cuando fue una elección.

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