Es cosa de pasmo y asombro que los sindicatos españoles se manifiesten en contra de la oposición al gobierno. Tal parece que la medida de la cordura se circunscribe a ciertas posturas ideológicas que la izquierda acomoda a sus intereses. Los más veteranos no deberíamos sorprendernos por estos movimientos estratégicos, artificios que la mafia sanchista (y sus adláteres) es tan dada a poner en práctica.
Los líderes sindicalistas son tan torticeros que, ni con el voto a favor del PP en relación con el cuestionado decreto ómnibus, desconvocan la manifestación. UGT y CCOO son meros títeres del ejecutivo de Sánchez. El seguidismo sindical es lo acostumbrado, pero convocar una manifestación en contra de la oposición es un gesto inequívoco de que sus dirigentes han perdido el juicio. Son extremistas, tanto Unai Sordo como Pepe Álvarez, dos tipos que en su presunta defensa de los trabajadores torpedean las normas de buena convivencia que todo país necesita.
La gente de izquierdas considera que todo se arregla con el ruido, piensa que parapetados tras una pancarta la vida les será más lisonjera. Una presunción que les lleva de modo secular al asalto de las calles, a manifestaciones que señalen a su enemigo político, cuando son ellos los que, ultrajando al sector empresarial desarmonizan la corriente laboral y el tejido productivo que genera riqueza y estabilidad.
Tanto UGT como CCOO, en su ideario anarcosindicalista, se alejan de la realidad del país. Su modelo de mediación entre patronal y trabajadores se transforma en una herramienta en manos del gobierno socialista, dejan de constituirse en organizaciones sociales y se echan en brazos de intereses políticos. Convocar una manifestación en contra de otros partidos del arco democrático, partidos de derechas, por el hecho de disentir de su legítima discrepancia, es algo insólito. Los sindicalistas creen que son mejores trabajadores que el resto; creen que sus derechos son incuestionables; creen poder aspirar a cualquier “derecho” al margen de su productividad. Detrás de una pancarta se sienten invulnerables. Sin embargo, esta última convocatoria ha sido un fiasco. La manipulación política tiene sus límites, la sociedad no es tan ingenua como para no saber discernir que el decreto ómnibus era una más de las trampas del tahúr de la Moncloa. La aparente ventaja que ofrece la sindicalización para un obrero puede resultar un trampantojo. Ir de la mano de un sindicato te anula como individuo. El trabajador puede perder beneficios en sus condiciones laborales porque no tiene opción de negociar con sus empleadores.
Deberían aplicarse el cuento del lema que han utilizado: Con los derechos de la gente no se juega, y dejar de jugar al trilero con los ciudadanos. Dicen que no consienten que el PP secuestre la voluntad de los jubilados. Ni siquiera se ruborizan al decirlo, ellos, los gerifaltes de izquierda, que han secuestrado la democracia en aras de un régimen sanchista que apesta a corrupción y son, como sus sindicatos, una banda que aplica políticas mafiosas, cercenando las cabezas de sus militantes cabales y premiando a aquellos que transgreden la legalidad y mancillan el arte de la política.
También hablan de la precariedad de España, como si no fueran ellos quienes gobiernan desde hace más de siete años. Resultan grotescos, escurren el bulto sin reparar en que son ellos los bultos sospechosos que se esconden tras cada una de las consignas que enarbolan. No quieren admitir que no todo vale a golpe de pancarta.