Motores que emocionan

Flechas de plata

Dado el dominio, cuando no tiranía, de un solo piloto a lo largo de toda una temporada, los aficionados a la Fórmula 1 recuerdan con entusiasmo las luchas en pos del título hasta el final del campeonato cuando no ha sido así, desde las batallas entre Fangio (Ferrari) y Moss (Maserati) en 1956, Hawthorn (Ferrari) y de nuevo Moss (Vanwall) en 1958 o el luctuoso epílogo en Monza entre los Ferraris de Phil Hill y Von Trips en 1961. Luego llegaron los duelos entre Lauda (Ferrari) y Hunt (Mclaren) en 1976, Piquet (Brabham) frente a Prost (Renault) en 1983, los Mclaren de Lauda y Prost cara a cara en 1984 o la extrema rivalidad entre Prost y Senna en 1988 y 1990, primero juntos en Mclaren y luego con el francés ya en Ferrari. Más recientemente, aún tenemos presente la pelea entre Schumacher (Benetton) y Damon Hill (Williams) en el circuito de Albert Park en 1994, Vettel (Red Bull) ganando a Alonso (Ferrari) en 2010 o los tremendos finales en Brasil 2007 entre Räikkönen (Ferrari) frente a los Mclaren de Alonso y Hamilton o este último claudicando en Abu Dhabi ante Verstappen (Red Bull) en 2021.

Mucho antes de todo esto, cuando ni siquiera había campeonato de Fórmula 1, existió una época maravillosa, de presupuestos ilimitados, evolución tecnológica constante, duelos fratricidas, pilotos de leyenda y carreras apasionantes presenciadas por cientos de miles de personas. Hablamos de un tiempo sin televisión y por lo tanto del que apenas queda un rastro documental, más allá de las narraciones periodísticas. Un tiempo que terminó trágicamente y que, paradojas de la vida, fue alimentado por el mayor genocida del siglo XX. Estamos hablando, claro está, de los grandes premios de los años treinta, la época en que los fabricantes alemanes, auspiciados por Hitler y el Tercer Reich, dominaron las carreras de coches.

Los grandes premios empezaron a tener notoriedad durante los años veinte, en escenarios que en o bien han perdurado en el tiempo, como Monza, Le Mans o Mónaco, o se remodelaron completamente con los años (Spa, Nürburgring) o desaparecieron por ser inviables para acoger carreras (Trípoli, Montlhéry, Lasarte). Eran tiempos en que Bugatti y Alfa Romeo triunfaban en las carreras, hasta que en 1931 comienzan las victorias de Mercedes, con los alemanes Rudolf Caracciola y Manfred Von Brauchitsch al volante.

No hace falta recordar que el ascenso al poder de Adolf Hitler en enero de 1933 supuso un ejercicio de exaltación del pangermanismo y la raza aria, que entre otras cosas conllevó una ambición de dominación absoluta, que también se extendió al deporte y los avances tecnológicos. Consecuencia de esta política supremacista, el Tercer Reich se propuso dominar las competiciones automovilísticas a través de sus dos grandes fabricantes, Mercedes y Auto Union, destinando ingentes sumas para su desarrollo y dando lugar con ello a una rivalidad sin igual en la historia de la automoción.

Aunque en esos años los coches se identificaban por el color asignado a cada país desde la Gordon Bennett Cup de 1900 a 1905, las carrocerías alemanas dejaron de ser pintadas en su tono blanco para ahorrar peso, quedando con el metal a la vista, por lo que inmediatamente fueron conocidas como las flechas de plata, expresión que se ha mantenido en el tiempo como su seña de identidad.

Si bien en 1934 no se convocó un campeonato como tal, los Alfa Romeo de Achille Varzi y Louis Chiron todavía lograron plantar cara a los alemanes, quienes se impusieron con mano de hierro en las siguientes cinco temporadas, irrepetible período terminado abruptamente en Berna el 20 de agosto de 1939, con la celebración del VI Gran Prix Der Schewiz, dos semanas antes del inicio de la II Guerra Mundial, que implicó la desaparición de las competiciones automovilistas hasta 1946.

A lo largo de esos años Mercedes se llevó cuatro títulos (Caracciola en 1935, 1937 y 1938, Hermann Lang en 1939) por uno de Auto Union (Bernd Rosemeyer en 1936), en un frenesí competitivo que incluso llevó a conducir para los alemanes a las estrellas italianas del momento (Luigi Faglioli, Varzi o Tazio Nuvolari), retiró de las carreras a Bugatti y otorgó un papel residual a Alfa Romeo y Maserati.

Esa rivalidad sin fin acabó antes de tiempo y de manera trágica, quizás porque no podía concluir de otro modo. Además de batirse en los grandes premios, Mercedes y Auto Union se enfrascaron en la lucha por obtener el récord de velocidad en carretera, destinando para ello a sus dos mejores hombres, Caracciola y Rosemeyer, quienes el 28 de enero de 1938 se lanzaron por la autopista Frankfurt-Darmstadt como si no hubiera un mañana. Tras los 432’7 km/h del Mercedes, Rosemeyer se dispuso a superar su marca, siendo alcanzado por una racha de viento que arrojó su vehículo contra unos árboles, falleciendo en el acto cuando, según se rumoreó, había alcanzado momentáneamente los 440 km/h. De la dimensión de este episodio, baste decir que el récord de Caracciola se mantuvo vigente durante 79 años, hasta que en 2017 lo rebasó Niklas Lilja en la Ruta 160 entre Sin City y Pahrump (Nevada), con un Koenigsegg Agera RS.

Su desaparición automáticamente mitificó a Rosemeyer, un piloto que había debutado tan solo tres temporadas antes y que mostró un talento sorprendente, manejando como nadie los complejos Auto Union, los primeros vehículos de gran premio con el motor situado por detrás del conductor. Su matrimonio con Elly Beinhorn, aviadora pionera de los vuelos de larga distancia y por tanto una celebridad en aquélla Alemania tan engreída, le otorgó una popularidad que ya quisieran para sí los pilotos actuales. Ahí está el monolito en su memoria erigido en la Rosemeyer Parkplatz, zona de descanso en el kilómetro 508 de la autopista A5, cerca de Frankfurt, justo en el lugar en que murió.

La desaparición de su máximo rival encumbró aún más a Caracciola, probablemente el mejor piloto de esa época, con un excelente palmarés pero sin el carisma de Rosemeyer o Nuvolari, el hombre de las hazañas imposibles. Eso sí, su determinación y esfuerzo resultó inigualable, ya que las secuelas sufridas tras un tremendo accidente en el GP de Mónaco 1933 no le impidieron triunfar a pesar de su ostensible cojera, y solo la contienda mundial puso fin a su exitosa carrera y a un tiempo absolutamente fascinante.