Cuando llegué a Estambul, su núcleo urbano me anunciaba que, si necesitaba escribir un poema de amor, allí me nacería la inspiración. Sí, en el centro de la ciudad vieja, en la parte europea de Estambul. Donde la Mezquita Azul, y la iglesia de Santa Sofía con su gran cúpula como epítome de la cultura bizantina, ambas separadas por medio de un jardín, aparecían con su suntuosidad consagradas a unirse eternamente. El azul del cielo que flotaba en el medio del aire sobre la mezquita, y la luz viviente que penetraba por las ventanas inundando el interior de la iglesia, desprendían rayos que propagaban la luminosidad. Muy cerca, a unos cien metros al sudoeste de la iglesia Santa Sofía, bajo tierra, también se escondían maravillas como la cisterna basílica, construida para evitar que la ciudad se quedara sin agua, y con ese interior de aspecto faraónico, la estructura brillaba en la oscuridad, flanqueada con más de trescientas columnas sustraídas de templos paganos romanos.
En lo que a mí respecta, entrando por una de las cuatro puertas principales del gran bazar, me perdía entre la multitud con sus cerca de cuatro mil tiendas, pero eso no era un problema pues dentro de ese entramado laberíntico todas las calles iban a dar al centro, los puestos de especias y de alfombras turcas que tanto decoran los hogares, los talleres de orfebres y joyeros, todo resultaba exótico, los vendedores de toallas y paños, los vendedores de espejos, los vendedores de sombreros, y la vida cotidiana que pasaba ante mis ojos, bebiendo un té bajo las cúpulas. Podía decir que era una ciudad dentro de otra, no entendería a los estambulíes sin el gran bazar, precisamente porque desde sus orígenes a mediados del Siglo XV, en la época otomana ya abarcaba la vida socioeconómica y cultural. Allí era complicado el arte del regateo, pues en eso eran los turcos excelentes comerciantes, conversadores, rebuscadores, refinados. Lo que hacían reflejaba su mentalidad basada en el diálogo, como algo heredado culturalmente y que los diferenciaba.
Interrelacionaban en el bazar dirigiéndose a las masas, a veces con el tono de voz suave, otras a gritos, pero amigables. En esta ciudad no me podía aburrir con tanta vida en la calle, parques, plazas y tranvías eléctricos. Igualmente me embelesaba con el olor a canela y comino en el bazar de las especies, comiendo un dulce, frutos secos, y merodeando por el mercado de aves y flores. La Plaza Taksim, era el centro de la vida social, solía moverme por la animada calle Istiklal Cadessi repleta de comercios y llegaba a la Torre Gálata donde me detenía entre los pescadores en el puente de Gálata que une lo antiguo con lo nuevo. También cabe recordar mis paseos por el distrito de Uskudar, y Kadikoy, una zona más local emplazadas en el lado asiático. Siguiendo con las mezquitas, iglesias y sinagogas, era entendible por qué en el pasado las comunidades judías, griegas, armenias y musulmanas habitaban esta zona.
Me llenaba de emoción cuando cruzaba en barco el Bósforo, nombre que recibe el Estrecho que separa la parte asiática de la otra ciudad europea.
Al atravesarlo, sentía que me hallaba en medio de un mar, ancho y profundo, pero en realidad, con la brisa era un paseo relajado, conectado por tres puentes; atisbaba las edificaciones a ambos lados, y la silueta de la ciudad iba cambiando según nos llevaba la corriente. Pequeños botes se mecían en el agua, entre los barcos de vapor y grandes ferris, los niños se tiraban de cabeza al estrecho de Estambul, las parejas y familias caminaban a lo largo del paseo, y las señoras se sentaban en las mesas de las tiendas de chocolates y en los coloridos cafés. Entre tanto bullicio, el graznar de las aves fugaces atravesaba el firmamento. Tal y como podía percibir, el Bósforo tenía alma, como lo veía en las telenovelas turcas, donde en pleno atardecer se confesaban toda la verdad, el amor o la amargura, y es que el Bósforo es como un niño gritando, siempre electrizante y lleno de vida.