La Universidad Complutense de Madrid, un espacio que debería ser el epicentro del debate, la pluralidad y la confrontación de ideas desde el respeto, ha sido testigo una vez más de un acto de intolerancia que atenta contra los principios más básicos de la democracia. Con motivo de la charla que Iván Espinosa de los Monteros tiene prevista en el campus, determinados sectores han decidido que la mejor manera de responder a su presencia es la censura: pintadas, retirada de carteles y pegatinas para ocultar la información. Todo, en una muestra más de que una parte de la sociedad solo admite aquellos discursos que les interesa escuchar y rechaza, con una agresividad alarmante, cualquier voz discordante.

Lo que ocurre en espacios como la Complutense no es un hecho aislado. Es el reflejo de un problema mucho más profundo: la apropiación sectaria de la democracia por parte de quienes se erigen en sus únicos y legítimos representantes. Para ellos, la democracia solo es válida cuando refuerza sus postulados ideológicos, y cualquier disidencia es automáticamente etiquetada y descalificada. Lo paradójico es que este mismo sector, que se autoproclama defensor de la tolerancia, es incapaz de aplicar el principio básico de la democracia: escuchar, debatir y convivir con quienes no piensan igual.
Pero este fenómeno no se limita a España. Es una tendencia que se ha repetido en diversos lugares, particularmente en Hispanoamérica, donde el bolivarianismo ha construido un relato en el que la democracia se reduce a un mecanismo para perpetuar el poder. No es casualidad que figuras como Juan Carlos Monedero defiendan abiertamente el golpe de Estado de Maduro en Venezuela, o que José Luis Rodríguez Zapatero insista en considerar a Maduro un demócrata, pese a las pruebas irrefutables de persecución política, censura y manipulación electoral. La doble vara de medir es evidente: cualquier acto de censura o represión proveniente de la izquierda radical es justificado, mientras que cualquier intento de la derecha de participar en el debate público es tachado de intolerable.
Un claro ejemplo de esta doble vara es el uso del término "ultraderecha" como una etiqueta automática para cualquier posición política que se aleje del progresismo dominante. Sin embargo, no ocurre lo mismo con el término "ultraizquierda", que rara vez se emplea para describir a quienes, desde la misma distancia ideológica pero en el otro extremo, defienden sus posturas. Se ha creado una narrativa en la que cualquier idea conservadora o liberal puede ser demonizada sin matices, mientras que los excesos de la izquierda son minimizados o directamente ignorados. Esta manipulación del lenguaje no es casual, sino una herramienta política utilizada para marcar límites artificiales al debate y acallar posturas incómodas.

Esta visión sesgada de la democracia es, en sí misma, una amenaza para su supervivencia. Cuando un grupo decide que solo su verdad es válida y que los demás deben ser silenciados, estamos ante un escenario peligroso. La democracia no es un ejercicio de imposición, sino de alternancia, de respeto por la pluralidad y, sobre todo, de libertad de expresión. Lo que ha ocurrido en la Complutense no es un acto democrático, sino una muestra de la intolerancia que algunos ejercen en nombre de la supuesta libertad.
España ha recorrido un largo camino desde la Transición, construyendo un sistema basado en la convivencia y el entendimiento entre posturas diversas. No podemos permitir que el sectarismo de unos pocos destruya lo que tanto ha costado edificar. La democracia no es solo el derecho a expresar nuestras ideas, sino también la obligación de respetar las de los demás. Y quien no entienda esto, simplemente no es demócrata.