El liberal anónimo

La degradación del mérito. Héroes de carpeta y pasillo

¡Tirad, que son ellos! —Cabo Luis Noval Ferrao, en su heroico acto en la Guerra de Melilla, en 1909. Símbolo eterno de valor y sacrificio.

Cuando uno ha vivido entre pólvoras y avancargas, entre sables que relucían más que los argumentos y pistolas que callaban como sentencias, cuando la infancia fue un desfile de espadas y soldados, de aguerridos militares y exploradores que avanzaban con paso firme y con la dignidad de quien ha pactado hasta con la mismísima muerte sin perder en ningún momento la sonrisa, se da cuenta que aquel instante nada tiene que ver con el mundo que ahora conoce. 

En los pasillos de algunas casas resonaban ecos de campañas lejanas y en sus salones siempre han estado presentes las sombras de verdaderos soldados que cada día se sentaban a la mesa. Hombres que pelearon con valor, dignidad y honor; por ello recibieron los méritos que les correspondían. De los más viejos soldados quedan relatos que señalan que, en atención a su arrojo, se le asignaba una paga de un puñado de maravedís, y con esa podrían comer una temporada. Con suerte, otros, recibirían algún puñado de ducados ¡Nada más! Y nada menos.

Los que hemos vivido crónicas familiares escritas con sangre y silencio, los que manoseábamos con impaciencia y misterio manuscritos, legajos empastados en piel y Reales Despachos, hemos conocido sucesos de todo tipo. No olvidaré aquella carta del General enemigo que, en el primer cuarto del siglo XIX, escribía frente al mío: "No he conocido hombre de mayor honra y nobleza que él, porque sabiéndome enfermo detuvo un ataque y se retiró, pues sólo se enfrenta con un igual". Junto al personaje, otros muchos. Todos impasibles, inmutables, retratos familiares que no decoran, sino que vigilan y enseñan. 

No son simples imágenes, son por el contrario testigos mudos de glorias que nunca buscaron el aplauso fácil. Sus uniformes eran su piel curtida por el tiempo y el deber. Junto a ellos, los escudos del linaje, que más que ornamentos eran confesiones de una vida vivida con un buen propósito. Su mejor mérito era su historia narrada, porque entre ellos no hacían falta emblemas ni distinciones para saber de hazañas. Y si algún premio no les correspondía, lo rechazaban con la ética de quien sabe que el verdadero honor no se otorga, se lleva.  

Hoy sin embargo el mérito se ha convertido en moneda de cambio. Se entrega como quien reparte caramelos, y no por hechos, sino por formularios y favores. El ejército y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad son ejemplos vivos, cuando antaño eran bastiones de sacrificio. En este nuevo formato han mudado su piel o, si acaso, de sentimiento. Se han desfigurado los valores y se ha alterado su calidad, porque donde antes había soldados de honor hoy surgen cortesanos, donde antes los hombres hablaban de valor hoy solamente presumen de cursos y grados. Ahora los méritos no se ganan en campaña, sino en actos de una estricta burocracia y papeleo. Es el tintineo que resuena cada año en cientos de cuarteles, con relaciones ingentes de nombres y apellidos, civiles y militares, fichas que carecen de motivaciones y que son completadas con merecimientos de difícil comprensión. 

Mérito, valor y sacrificio, son tres palabras que hoy resuenan como reliquias de la más lejana antigüedad. El mérito es una cualidad que cada cual debe saber, sin necesidad de exhibirla ni esperando que otros le juzguen, no cabe duda de que siempre ha sido algo que ha cotizado al alza cuando alcanzaba un buen objetivo, pero en cambio hoy ha sido degradado a un simple trámite. El valor, que antaño fue sinónimo de un corazón fuerte, ha mudado en una suposición administrativa a tenor de esa desesperanzada nota que dice: "Se le supone". Sin duda, tan baja tasación para el valor —el cual solamente lo ofrece la bizarría y el corazón— hoy pierde con esa simpleza todo eco de esperanza. Y el sacrificio, acto sublime que no pide recompensa, es el elemento de mayor valía y no pertenece a quien sirve por servir y, si acaso, por su propio interés. Tristemente vemos que es algo que ha sido degradado a mero trámite, rebajado a servicio de macero, de subalterno, de lazarillo o de ayuda de cámara. 

Hoy abundan soldados que parecen maestresalas, más atentos al ascenso que al deber. Asistentes con bastones satisfechos de las propinas de sus dueños. Son esos Consejos que anuncian honores como quien reparte obsequios y es entonces, en ese instante de gloria impostada y apariencia placentera, cuando el descrédito se sienta a la mesa sin haber sido invitado.  

Los que hemos vivido entre soldados de verdad, junto a hombres que no miraban al cielo esperando laureles, sino que lo desafiaban con la certeza de que la honra ni se compra ni se presume, no podemos entender qué está ocurriendo. Aquellos actos heroicos eran difíciles, sus recompensas inciertas, su valor incuestionable. Su honor era inmutable, ¡antes la honra que la vida! 

Hoy, por el contrario, la milicia se ha convertido en una oficina con uniforme, en soldados de teclado, héroes de carpeta y valientes de pasillo. Todo envuelto en un sentir falsificado, como si el deber se hubiese desprovisto del alma, ajeno al temple y al sacrificio que antaño, por contrario, lo dignificaba.

Al fin y al cabo, como diría un amigo en su dialéctica más popular, ¿qué vida puede ser vivida sin ser sentida?