La extrema derecha y la extrema izquierda son más parecidas entre sí de lo que parecen. Una impone el orden absoluto; la otra, la igualdad absoluta. Ambas cancelan, censuran, excluyen. En los extremos, liberar a las mujeres es imponerles un nuevo dogma. Defender los derechos LGBTQ+ se convierte en criminalizar cualquier disidencia del discurso público. Igualar todos los derechos es una forma de negarlos. Defender la religión se interpreta como fanatismo y defender la laicidad, como persecución. En nombre de la cultura, se justifica su destrucción.
Los extremos políticos, tanto de derecha como de izquierda, comparten más de lo que admiten, no en sus ideologías declaradas, sino en su desprecio por el pluralismo democrático y su impulso hacia soluciones autoritarias. El autoritarismo no tiene un color fijo. Se viste de rojo o de negro, de nacionalismo o de justicia social, pero su esencia es siempre la misma: imponer, aplastar, purificar. Lo vimos en el siglo XX con el nazismo y el estalinismo. Lo vemos hoy en proteccionismo económico, rechazo a las estructuras de gobernanza, desconfianza hacia todo lo que huela a consenso, moderación o institución que impida el dominio absoluto de la propia verdad. Lo que los une no es la ideología, sino la narrativa: "nosotros contra ellos", "el pueblo contra la élite", "la pureza contra la corrupción". Esa narrativa exige enemigos.
Por eso, la desaparición de partidos centristas como Ciudadanos en España no es un accidente electoral, sino una tendencia global. El centro no muere porque sí – muere porque ya no convence, porque en tiempos de crisis la moderación parece cobardía, y la complejidad, debilidad. La gente no huye del centro por capricho, sino por desesperación. Es la percepción de que gobiernan sin gobernar, que gestionan pero no transforman. Es la sensación de que los gobiernos son incapaces de resolver las crisis urgentes, y esa impotencia es precisamente lo que alimenta a los extremos.
Tanto la extrema derecha, representada por Vox, como la izquierda radical como Unidas Podemos (o su sucesor Sumar), han explotado esta crisis, adoptando discursos anti-élites que, aunque opuestos en contenido, lo hacen a través de una simplificación binaria de problemas complejos. Mientras que Podemos propone la legalización de los ocupas en viviendas vacías y un aumento del IRPF hasta el 52% para rentas superiores a 300.000 euros, la extrema derecha aboga por deportaciones masivas, como la "remigración" propuesta por el partido alemán AfD, o por un muro fronterizo en España, como el planteado por Vox, o también su rechazo y crítica a la Ley de Memoria Histórica, creyendo que se están protegiendo de una fuerza externa, pero lo que realmente están protegiendo sigue un misterio.
No hay dudas de que la desigualdad global ha aumentado en los últimos años. Según el Credit Suisse and UBS Global Wealth Report 2023, el 10% más rico del continente posee el 67% de la riqueza en Europa. Sin embargo, las soluciones propuestas por ambos extremos no son viables: por un lado, el aumento del tipo marginal máximo del IRPF hasta el 90% para ingresos superiores a 400.000 euros, propuesto por el Nuevo Frente Popular francés tras las elecciones legislativas de 2024, desincentivaría gravemente la inversión. Por otro lado, las deportaciones masivas paralizarían sectores clave de la economía europea, como la agricultura, donde gran parte de los trabajadores son actualmente indocumentados. Ambos fracasan en resolver el problema, porque su objetivo no es solucionarlo, sino reafirmar su ideología.
Sin embargo, ante la incapacidad del gobierno actual para transmitir certezas y ofrecer soluciones reales, muchos votantes ya no buscan respuestas complejas, sino certezas absolutas, aunque sean falsas. Así, terminan eligiendo entre ideologías que prometen orden o justicia total, sin matices, sin diálogo, sin duda. Y en esa elección forzada, binaria, emocional, la política deja de ser negociación para convertirse en fe. Es ahí, precisamente, cuando la verdad se vuelve opresora y liberadora a la vez.